HORROR VACUI
“Cúmulo de universos vivos y minúsculos, cosmos vegetal donde la materia es completamente ahogada por la forma."
(Michel Tournier, Vendredi ou les limbes du Pacifique , 1967)
Hay dos regiones que pensamos hirvientes de vida. Una, imaginaria, el Paraíso y sus múltiples encarnaciones; otra, en cierto modo no menos imaginaria, el Trópico, quizás más rebosante para el oído que para la vista. Al que le guste contraponer clasicismo y barroco, no tiene más que imaginar el contraste entre el paisaje cultivado, domado y ordenado, de un equilibrio que parece concertado, con la selva tropical, informe y confusa. Si hay un lugar que nuestra imaginación llena de una vida abigarrada, ese es la selva, el culmen de lo salvaje, como si un demiurgo barroco hubiese imaginado todo tipo de combinaciones extrañas. La selva, furor de formas y colores, es cambiante, como Circe, sobre todo por las más móviles de sus criaturas, las aves, que convierten su entorno en una mezcolanza de máscaras, una bacanal de siluetas multiformes. Parece que Orfeo —una de las encarnaciones del Paraíso— hubiera convocado a todas las aves a la vez, o éstas hubiesen sido las primeras criaturas en acudir, las más sensibles a su música. La naturaleza es proteica, sólo vive en la medida en que se transforma, y esa sucesión de apariencias, fruto de la inconstancia de los pájaros, hace que su entorno sea un teatro de vida en movimiento, donde no faltan el disfraz y el engaño. El Barroco nos acostumbró a la extremosidad, a la proliferación del decorado a expensas de la forma, a la ostentación, a la forma inestable, a la turbulencia de colores, al preciosismo de las apariencias móviles que se muestra en las aves más que en ningún otro ser vivo, salvo, quizás, las mariposas.
En Henri Rousseau, como en su momento entre los pintores flamencos, no faltan las aves exóticas más o menos disimuladas. Una pareja de loros, en el pintor francés, pueden representar a Adán y Eva junto a una rapaz (el Maligno). Esa correspondencia viene de los Países Bajos, donde Pieter Brueghel el Joven, para representar la inmediata caída en el pecado, sustituye a Adán y Eva por una pareja de monos que acaban de tomar un fruto, observados por un guacamayo rojo (el diablo) que los ha tentado. Otra pareja, más abajo, dos guacamayos azules y amarillos, son el fruto de la metamorfosis que acaba de producirse: el germen de la humanidad ya se ha transformado en mortal y toma, también, la forma del ave pecaminosa.
Entre los artistas flamencos, las aves apenas destacan entre toda la riqueza de la isla de Calipso, Ogigia. Suelen elegirse aves exóticas, como el loro, algún faisán o el pavo real.
El “Jardín de las delicias” de El Bosco tiene la forma de un tríptico de altar, lo que no parece tener mucho sentido; sería, más bien, una obra
destinada a asombrar: imaginemos que, en el palacio de Engelbert de
Nassau, tras la expectación de la grisalla en la obra cerrada, el
asombro de los invitados. El exotismo de la obra contribuyó a alimentar la
curiosidad nacida de las noticias borrosas sobre las riquezas del Nuevo Mundo, muy presentes en las colecciones de los Nassau, que estuvieron entre los primeros coleccionistas de objetos americanos (como las plumas).
La tabla central
de El jardín de las delicias, por Jheronimus Bosch, 1500-1505, Museo del Prado
Como había hecho la literatura
del amor cortés en la Baja Edad media, la pintura barroca trata de evocar el
esplendor visual del Paraíso, exuberante y maravilloso, frecuentemente representado a través de los mitos
clásicos. Orfeo, cuya música atrae por igual a todos los seres, es el que
despierta los sentidos.
Franz Christoph Janneck y Carl Wilhelm de Hamilton, Orfeo encantando a los animales, colección privada
La imaginación europea asimiló
muy pronto el abigarramiento del trópico americano, de modo que el colorismo y
la confusión visual quedaron unidos para siempre. Hasta tal punto fue así que,
cuando la mística sor María Jesús de Ágreda se dedicó a coser los bordados que hoy cuelgan en el
museo de su localidad (de la que nunca salió), desparramó por ellos toda una
mezcolanza de aves y flores en los que, sin duda, imaginaba la visión del Paraíso.
“Sentí un beneficio, que no
hallo otro modo para explicarlo, sino como el que entra en un jardín de varias
y hermosísimas flores; y todos los sentidos son recreados:
Los oídos con los pájaros, que
variamente cantan, y con armonía dulce hacen música. Los ojos, mirando tanta
variedad y diferencia de flores, y colores tan hermosos, suaves y lindos. El
olfato, con tan lindos olores, el de azucena, jazmín, la rosa, cinamomo,
clavel, la albaca [albahaca], mosqueta, violeta, narciso.”
Sus devotos le atribuyeron el don
de la bilocación (estar en dos sitios a la vez) porque los franciscanos
aseguraban haberla visto predicar en el norte de México, evangelizando a los
indios y exhortándolos al bautismo (“la dama de los llanos”, la apodaron los
indígenas). Esas apariciones han tenido tal fuerza que hay algún devoto
mexicano, no sabemos si muy ducho en ornitología, que asegura que las aves de
sus bordados sólo pueden encontrarse en Texas y Nuevo México: una monja
cuántica, a la vez dentro y fuera del convento.
Detalles de
algunos de los bordados de sor María de Ágreda que se conservan en el museo que
le está dedicado en su localidad
Paul Klee, Paisaje
con pájaros amarillos, 1923, colección privada
Paul Klee, Jardín
de pájaros, 1924, Colección de arte moderno de la Pinacoteca de Múnich
Los cuadros de Klee tienden, con frecuencia, a ser giratorios, y parece que invitan a verlos desde arriba o desde abajo indistintamente, lo que contribuye a su sensación de movimiento, al que los responsables de los museos podrían contribuir volteando los cuadros de vez en cuando para jugar con los visitantes. Puede que las aves pueblen la selva o el jardín con una densidad desconocida en otros lugares, pero el hormigueo de su presencia se nota más al oído que a la vista. Completando esta visión, el músico Jonathan Posthuma (St. Paul, EE.UU.) ha puesto música a algunos cuadros de Klee: Painted Songs, los llama: Jardín de pájaros y Comedia de pájaros.
Paul Klee,
Vogelkomödie, 1919
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