ITUR PROCUL ATQUE REDITUR (“Va y viene de lejos”)



Folio 47v - De yrundine; Bestiario de Aberdeen 

La golondrina común (Hirundo rustica) se ha observado como comensal –verdadero compañero de mesa- del hombre y del ganado desde que somos sedentarios. Uno de los primeros registros proviene de la Historia natural de Plinio, donde se explica:

[Hirundines] Thebarum tecta subire negantur quoniam urbs illa saepius capta sit, nec Bizyes en Threcia propter scelera Terei.

(Las [golondrinas] no entran bajo los tejados de Tebas, porque esa ciudad ha sido capturada con tanta frecuencia, ni en Bizye en Tracia a causa de los crímenes de Tereo).

El mito de Tereo, violador de su cuñada Filomena y objeto siguiente de la venganza de ésta y de su esposa Procne, explica la conversión de ésta en golondrina y de aquella en ruiseñor (aunque algunas versiones invierten esa metamorfosis), como un paradigma de la compasión de los dioses.

El relato de Plinio implica que las golondrinas normalmente anidaban en las viviendas humanas; de lo contrario, no sería inusual que las golondrinas estuvieran ausentes de los tejados de Tebas o Bizye. En Gran Bretaña, el uso de la habitación humana por parte de la golondrina está atestiguado en el registro arqueológico anglosajón de Fishergate, York, aunque las golondrinas se atestiguan con mayor frecuencia en cuevas. La tradición de los bestiarios europeos medievales también describe a las golondrinas que viven en viviendas humanas:

¿Qué es más inteligente que poseer la libertad ilimitada de huir y confiar el hogar y la descendencia a las casas de los hombres, donde nada los atacará? Porque es bueno ver cómo las crías están acostumbradas a la compañía de los hombres desde el día en que nacen y, por lo tanto, están a salvo de los ataques de las criaturas que se alimentan de las aves. (Bestiario MS Bodley, mediados del siglo XIII, biblioteca Bodleiana)

 Golondrinas anidando, en el bestiario BL Harley MS 4751, f. 52v.


Del mismo modo, el De Animalibus  de Albertuo Magno describe cuatro especies de la familia de las golondrinas (Hirundines) y así distingue posiblemente la golondrina, el vencejo (Apus apus), el avión (Delichon urbicum) y el avión zapador (Riparia riparia), de las cuales dos se pueden encontrar en las viviendas humanas:

Quatuor inveniuntur generum, quae videlicet in domibus, et quae exterius in muris et quae in terra super flumina, et quae vocantur marinae. 

(Se encuentran cuatro géneros de ellos: los que están en las casas, los que están afuera en las paredes, los que están en el suelo sobre los ríos y los llamados "marinos").

Y en Inglaterra, Alexander Neckam también describió dos especies de la familia de las golondrinas que se encuentran en las viviendas humanas en De Naturis Rerum (c.1190 d.C.):

Sunt autem hirundinum diversae varietates. Quaedam enim domos inhabitantes in eis nidificant, quaedam in fenestris vitreis nidos limo oblitos artificose suspendunt, quaedam in abruptis montium mansionem eligunt.

(También hay diferentes variedades de hirundina: las que anidan en edificios habitados, las que cuelgan nidos de barro viejo en ventanas de vidrio y las que eligen casas en montañas escarpadas).

Desde siempre, la tradición ha subrayado la imposibilidad de matar a estos compañeros del hombre; son, en cierto modo, y por benefactoras, aves sagradas. La religiosidad popular lo justificó dándoles un papel en la pasión de Cristo.

En el monte Calvario

las golondrinas

le quitaron a Cristo

las mil espinas.

O este otro ejemplo:

Ya bajan las golondrinas

con el vuelo muy sereno

a quitarle las espinas

a Jesús de Nazareno.

Grecia las asoció a las deidades: en la Odisea. Atenea, tras hablar con Odiseo y Telémaco,

ἕζετ᾽ ἀναΐξασα, χελιδόνι εἰκέλη ἄντην

Y, tomando el aspecto de una golondrina, emprendió el vuelo y fue a posarse en una de las vigas de la espléndida sala.


Un aspecto que siempre ha destacado es su charlatanería. En los textos medievales no son infrecuentes las alusiones a la garrulitas de la golondrina: su carácter de “ave parlanchina” se repite en los autores medievales. Así, Rabano Mauro (De Universo libri XXII), basándose en un versículo del profeta Isaías (“Como la grulla y como la golondrina me quejaba”), dice de ellas que “aturden con sus voces” e insiste en su relación alegórica: 

“La golondrina tiene el tipo de los que hacen penitencia por sus pecados y su voz suena más bien como un ruego que una melodía y en lugar de un canto suele emitir un gemido como la paloma. Por eso dice Ezequías en su oración: Clamaré como un pichón de golondrina, y meditaré como una paloma (Is. XXXVIII). El penitente se alimenta con sus lágrimas y elevando su corazón hacia lo alto, busca su alimento celestial.”

 Los dichos populares y canciones infantiles hacen referencias al parloteo de las golondrinas cuando se juntan posándose en los alambres de los pueblos. Este ejemplo, entre muchos, es una especie de cancioncilla onomatopéyica que trata de imitar, poniéndole letra, su canto:

Mariquita qué faciste

 que la casa no barriste

 mientras yo fui a la mar

 por unos zapatos pa tú calzar.

¡chiiiiirriiii! 

Fui a la mar

 Vine de la mar

 Y tú cochina, marrana 

¿qué hiciste 

que la casa no barriste?


Podemos jugar a escuchar el canto de la golondrina y acompañarlo con la letra:

 

 

Su voz le sonaba mejor a Odiseo porque al probar la cuerda de su arco...

ἡ δ᾽ ὑπὸ καλὸν ἄεισε, χελιδόνι εἰκέλη αὐδήν

Y dejóse oír un hermoso sonido muy semejante a la voz de una golondrina 

Golondrina cazando insectos en vuelo, del 'Bestiario del amor' de Richard de Fournival, en la Universidad de Oxford Bodleian MS. Douce 308, de 1481-c.1515, f. 98r. Algunos autores derivan “hirundo” de la raíz indoeuropea ‘har (capturar)


Pero uno de los problemas más desafiantes de la golondrina era que parecía tragársele la tierra al finalizar el verano. Los griegos, proverbialmente, identificaban sus viajes como una imagen de la llegada del invierno y el regreso de la primavera. Hesíodo, en Los trabajos y los días, señala que cuando la golondrina, de “agudo llanto”, llega, para llamar a los hombres al amanecer, es que ya ha pasado el momento de podar las vides:

“...la hija de Pandión, la golondrina de agudo llanto, sale a la luz, a la vista de los hombres, en el momento en que comienza la primavera. Anticípate a ella y poda las viñas”.

En Las aves, de Aristófanes, su aparición es una señal de que hay que abandonar el manto y vestirse con una túnica ligera.

Hay una canción popular de la antigua Grecia, “la golondrina de Rodas”, que los niños de esa isla cantaban, disfrazados, para pedir de puerta en puerta –como en Halloween-, al llegar la primavera. Decía así:

Vino, vino la golondrina

con las estaciones agradables

con el hermoso año.

Es blanca por debajo

y negra por detrás.

Tú, saca el pastel de frutas

En la rica mansión

y una copa de vino

y una cesta de queso:

No rechazamos el pan.

¿Ahora tenemos que irnos?

¿O algo más recibiremos?

Si es así, entonces da, o si no, no nos conformamos

tomaremos la puerta o el dintel que hay sobre ella

o la mujer, la que está sentada fuera de ella,

ella es pequeña en verdad, una carga fácil;

si traes, trae algo grande:

ahora abre, abre la puerta a las golondrinas,

no somos ancianos, sino niños.

 

A los griegos, su intuición les decía que la golondrina emigraba a otras tierras, pero, ¿adónde? Como algunas vivían en Egipto todo el año, como atestiguó Herodoto, asumieron que irían a un lugar cálido. Aristóteles (a quien, por cierto, se atribuye el dicho “una golondrina no hace verano”) cambió el enfoque del problema, tratando de sustituir las observaciones anecdóticas por el estudio sistemático: inferir conclusiones generales a partir de observaciones sistemáticas. Este afán de especular generalizando, y puede que a partir de ver a esas aves bebiendo sobre la superficie del agua en pleno vuelo, le llevó a afirmar que las golondrinas hibernaban en oquedades o en el fondo lodoso de las lagunas. También se recurrió a la transmutación como un argumento habitual; de hecho, se pensaba que los colirrojos reales, en invierno, se transformaban en petirrojos; las currucas, en currucas capirotadas. No parecía una forma descabellada de explicar la alternancia estacional de algunas especies (el colirrojo real pasa el verano en Europa y en el sur del continente lo sustituye en invierno el petirrojo).

Menos silogistas que Aristóteles, los autores romanos prefirieron la explicación más sencilla, la migración: al fin y al cabo, pueden volar, ¿no?  Marcus Varro, un conocido amante de los pájaros, reconoció que las golondrinas eran advenae ("extraños" o "inmigrantes") y Plinio el Viejo no tuvo dudas de que emigraban a “países vecinos”, como Egipto o Libia, donde buscaban “refugios soleados ... en las laderas de las montañas”.

Los escritores cristianos fueron capaces de ver en la golondrina una alegoría del alma: como la golondrina no se alimenta de la tierra, sino que permanece en el aire y come sólo lo que puede atrapar allí, así los que no usan las cosas terrenales buscan las cosas del cielo. A principios del siglo VII, por ejemplo, Isidoro de Sevilla señaló que la golondrina "vuela por el mar y habita allí en invierno". Así también, en el siglo XII, el Bestiario de Aberdeen observaba que "la golondrina vuela a través del mar, como los penitentes anhelan abandonar las penas y las conmociones de este mundo". Esta asociación de los viajes con la aspiración hacia las cosas espirituales suponía un reconocimiento implícito de la explicación migratoria.

En la literatura medieval y renacentista la golondrina se usa con frecuencia como una metáfora de la rapidez. Por ejemplo, en el romance inglés de "Sir Ferumbras" (c. 1380), Carlomagno cabalga tan rápido como una golondrina. En la “Scotorum Historia” (1535) un rumor de muerte se describe como “veloz como una golondrina”.

El erudito Joachim Camerarius (1500-1574) recurre a la imagen de dos golondrinas volando sobre un paisaje marítimo para significar que el anhelo del tiempo primaveral, la estación más bella de todo el año, sin dejarse ver con anterioridad, es comparable al del amante que no se enamora si los sentidos de su alma y su cuerpo no se fijan en un objeto hermoso hacia el que dirigirse. Añade que existen cuatro pasiones a las que está sometido el amante: dos de ellas, la alegría y la esperanza, son para el amante como la belleza de la primavera para el ave migratoria; pero las restantes, el temor y el dolor, caracterizan el áspero invierno que nuestra golondrina intenta evitar.

Pero Camerarius  propone otra significación de mayor contenido moral para este símbolo: la golondrina encarna a aquéllos que “con admirable propósito y singular generosidad” ponen su empeño en extinguir mediante la abstinencia “las llamas y las tentaciones del amor inmoderado”, huyendo a otro lugar:

“... donde el invierno sea menos áspero, esto es, donde el ímpetu del deseo sea más apacible ...”.

Pero el redescubrimiento de Aristóteles en el siglo XIII hizo resurgir el mito de la hibernación. Alberto Magno, en sus Quaestiones super de animalibus (1258), repite la explicación del estagirita: hibernan y, además, dejan de respirar mientras tanto.

El Renacimiento, que prolongó la deriva medieval hacia lo mágico, no modificó, en general, esos puntos de vista. Conrad Gessner, naturalista suizo, en su Historia Animalium (1551), sigue a pies juntillas a Aristóteles. Edmund Spenser (Shepeardes Calender, 1579) afirma que la primavera comienza cuando la golondrina “asoma fuera de su nido”.

Pierre Belon, en sus Observaciones de singularidades y cosas memorables encontradas en Grecia, Asia, Judea, Egipto, Arabia, y otros países extranjeros (1553), fue un caso aislado en su tiempo al afirmar que, en invierno, las golondrinas aparecían en el norte de África. Su propia experiencia como viajero al sur de Mediterráneo no sirvió de crédito suficiente.

Y así comenzaron a aparecer versiones aún más estrambóticas de la teoría de Aristóteles. El caso más sorprendente vino del arzobispo sueco Olaus Magnus. En Historia de gentibus septentrinalibus (1555) Magnus razonó que, dado que a menudo se podía ver a las golondrinas sumergiéndose en el agua para beber, hibernaban no en huecos o nidos, sino bajo el agua. Al final del otoño, explicó, se reúnen sobre lagos y ríos, antes de lanzarse de cabeza a las profundidades y hundirse en el fondo. Allí permanecen, en el barro, hasta la llegada de la primavera. Según Magnus, este era un hecho bien conocido por los pescadores, de manera que algunos de ellos se atrevían a pescarlas con red, inútilmente, pues no sobrevivían, como bien sabían los más veteranos. Un grabado muestra ese vano intento de revivir a las aves, apiñadas en la red como sardinas.

 


“Aunque muchos Escritores de Historias Naturales han escrito que las golondrinas...cuando comienza a llegar el frío invierno, vuelan a climas más calientes, sin embargo, a menudo, en los países del norte, las golondrinas son extraídas, por casualidad, por los pescadores...".

Es curioso ver la supervivencia de esta explicación hasta tiempos muy modernos. Impreso en Notes and Queries (una revista académica fundada en 1849), el 22 de octubre de 1864, puede leerse lo siguiente:

“El duque de R— me contó, hace unos días, que, en Suecia, las golondrinas, apenas se acerca el invierno, se sumergen en los lagos, donde permanecen dormidas y escondidas bajo el hielo hasta el regreso del verano, cuando, revividas por el nuevo calor, salen del agua y vuelan como antes. Mientras los lagos estén congelados, si alguien rompe el hielo en aquellas partes donde parece más oscuro que en el resto, encontrará masas de golondrinas: frías, dormidas y medio muertas; que, saliendo de su retiro y calentándose, verá gradualmente volver a vivificarse y volar”.

Y en el Dossier Rhodocanakis (estudio crítico de bibliografía y de historia literaria, 1895):

“En otros países se retiran muy a menudo a las cavernas, bajo las rocas. Como muchas de estas existen entre la ciudad de Caen y el mar, a orillas del río Orne, a veces se encuentran, durante el invierno, montones de golondrinas suspendidas en estas bóvedas, como racimos de uvas. Yo mismo fui testigo de lo mismo en Italia; donde, al igual que en Francia, se considera (como he escuchado) mucha suerte por parte de los habitantes cuando las golondrinas construyen nidos en sus viviendas ..."

En “A History of the Earth, and Animated Nature"  de Oliver Goldsmith (1774) se insistía en la hibernación. La invernada de las golondrinas en las cavernas tiene otro testigo ocular en Edward Williams, quien en su “Poems, Lyrics, and Pastorals”, publicado en 1794, dice: “Sobre el año 1768, el autor, con dos o más tres más, encontraron un gran número de golondrinas en un estado aletargado, aferradas en racimos unas a otras por sus picos, en una cueva de los acantilados cerca del castillo de Dunraven, en el condado de Glamorgan. Revivieron después de haber estado algunas horas en una habitación cálida, pero murieron uno o dos días después, aunque se habían tomado todas las precauciones posibles ".

Pero veremos un giro sorprendente: desafiando la teoría de la hibernación, el educador inglés Charles Morton, hacia 1680, hizo el descubrimiento de que las golondrinas vivían en la Luna. Si desaparecían y no estaban en el fondo de las cuevas ni parecía posible que vivieran en el fondo del mar, y al fin y al cabo Galileo había reconocido montañas y mares en la luna, ¿por qué no? Puede que la lectura de The Man in the Moon de Francis Godwin (1638), en el que su protagonista encuentra varias especies de aves en el satélite, hiciera volar su imaginación. El viaje de las golondrinas era menos arduo de lo que podría imaginarse, argumentó Morton. Según sus cálculos, volaban a una velocidad promedio de 125 millas por hora durante dos meses. Durante su viaje no encontraban resistencia del aire y no se veían afectadas por la gravedad. Les sostenía el exceso de grasa corporal almacenada durante los meses de verano y pasaban la mayor parte del tiempo invernal durmiendo (digamos que aquí mezcla la migración y la hibernación).

Ilustración de la obra de Godwin

Un centro importante de los nuevos métodos científicos surgidos a partir del Novum Organum de Francis Bacon fue Cambridge, donde comenzó a formarse un grupo de naturalistas en torno a John Ray. De estos, el más notable fue Francis Willughby. Aplicando el método de Bacon al estudio de la ornitología, se dio cuenta de que, si se quería comprender correctamente a las aves, era necesario observarlas sistemáticamente; y con este fin viajó a lo largo y ancho de Europa en busca de ejemplares. En su Ornithologiae libri tres (1676), publicado poco después de su muerte, desafió la sabiduría recibida sobre las golondrinas. Al no haber encontrado evidencia de hibernación, rechazó la idea de que pasaran el invierno en los huecos de los árboles o en el fondo de los lagos. No tenía ninguna duda de que emigraban a climas más cálidos; y, ahora que las mejoras en la construcción naval y la navegación habían hecho que los viajes transoceánicos fueran normales, no tenía ninguna dificultad para creer que ellas podrían viajar largas distancias.

Sin embargo, no todo el mundo estaba convencido. Incluso entre los empíricos, hubo muchos que continuaron aferrándose al mito de la hibernación. Algunos pensaban que el razonamiento de Willughby estaba equivocado porque el hecho de que no hubiera podido observar con sus propios ojos una golondrina hibernando no era suficiente para descartar esa posibilidad, argumentaron, especialmente cuando había muchos campesinos que estaban dispuestos a jurar que habían visto pájaros sacados del fondo de los lagos. Carl Linnaeus no dudó en repetir la teoría de Magnus de la hibernación en el barro en su Systema Naturae (1758); y, un poco más tarde, Samuel Johnson afirmó audazmente que las golondrinas "ciertamente duermen todo el invierno ... en el lecho de un río". Otros simplemente pensaban que la hibernación era una opción más probable para un ave “doméstica” como la golondrina, que anidaba en los aleros de las casas. En Historia natural y antigüedades de Selborne (1789), Gilbert White se negó a creer, en un alarde de chovinismo ornitológico, que un símbolo tan potente de la campiña inglesa pudiera salir alguna vez de sus costas.

Este parece el momento culminante de la pugna entre “hibernacionistas” y “migracionistas”. John Hunter, mientras estuvo en Portugal, hacia 1762, trató el problema de la hibernación de forma experimental: preparó un estanque artificial cerrado donde soltó veinte golondrinas en otoño con el fin de observar cómo pasarían el invierno. Todas murieron sin que se les ocurriera sumergirse para hibernar. Su coetáneo Gilbert White buscó resolver el misterio en el sur de Inglaterra, pero no miraba al cielo, sino que buscaba, sin éxito, en ruinas y agujeros para descubrir a las hibernantes. El conde de Buffon, otro notable naturalista, hizo otro experimento encerrando golondrinas en una caja que metió en hielo para comprobar si se aletargaban; de nuevo, todas murieron.

No fue hasta el siglo XIX cuando el misterio finalmente se resolvió, y fue por observación. La migración de las aves europeas era cada vez más evidente.  En 1882, en Alemania, se cazó una cigüeña que tenía clavado un fragmento de una flecha de origen africano. Eso parecía confirmar las tesis migratorias (esa cigüeña, conocida como  Pfeilstorch, "cigüeña-flecha", está disecada en la universidad de Rostock). A medida que el colonialismo europeo se extendió por todo el hemisferio sur, los naturalistas pudieron presenciar a las golondrinas en sus cuarteles de invierno. Michel Adamson (Histoire naturelle de Sénégal, 1757) ya había observado que las golondrinas desaparecían de Senegal cuando aparecían en Europa. En 1864, Algernon Charles Swinburne pudo afirmar con seguridad que las golondrinas vuelan “hacia el sol y el sur”. Itur procul atque reditur.



Comentarios

  1. Preciosa entrada, Alfonso. Y a qué vericuetos nos lleva el ansia por conocer y explicar lo que nos rodea: esas golondrinas que vuelven a colgar sus nidos en balcones lunares... Qué sorpresas no nos depararán tus próximos textos... Los esperamos con ganas. Ana.

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  2. Inocentes golondrinas. Si ellas imaginaran todo lo que se puede decir sobre ellas... Y todo interesante

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  3. Nunca hubiera dicho que las golondrinas pudieran hibernar. Ni sabia de la existencia de tales teorías. Pero también es cierto que, viendo sus fragiles cuerpecillos, parece imposible que sean capaces de recorrer tantos kilómetros para llegar a sus cuarteles de invierno. Interesante investigación y recorrido por la historia de unas aves que han sido, en general, bien tratadas por la humanidad, quizá por esa tradición cristiana que se cuenta en el artículo, o porque se alimentan de insectos que pueden ser perjudiciales para los hombres.

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