PRISIONEROS DEL AIRE
"Creo en el vuelo, en la belleza del
ala, y en la belleza de todo lo que alguna vez haya volado"
J.G. Ballard, "En qué creo", 1984
Paul Klee, Pájaros
en picado y flechas, 1919, MET, NY
Puede ser un contrasentido que
unos seres de los que envidiamos el vuelo, la libertad por excelencia, nos
parezcan constreñidos en un nicho vital como el aire. La especialización
evolutiva, que es como un árbol por el que se trepa, pero del que
no se puede bajar, ha hecho que algunas aves se hayan convertido en los
hospedadores por excelencia del medio aéreo. Rotas – casi – las ligaduras a la
vida en el suelo, sólo dependen de sus alas, unas alas extraordinarias. “Reducidos
a vivir en las nubes”, como decía Paul Klee en su diario, si unos pájaros
merecen habitar la Nefelococigia de Aristófanes son estos nefelibatas, (cultismo que debemos a Rubén
Darío, del griego νεφέλη, nube, y βάτης, de βαίνω, andar), caminantes de las
nubes.
Sobre los cuatro
elementos IV. El aire, Guillermo Pérez Villalta, 1999, Centro Andaluz de Arte
Contemporáneo
El vencejo, un ave corriente
entre nosotros (especialmente su especie común, Apus apus, ya que hay
otras correspondientes a la familia de los Apodidae, menos habituales en
la Península Ibérica), es el pájaro absoluto, incluso en el sentido etimológico
de ese adjetivo: un pájaro liberado, desatado, independiente. No lo apreciamos
por su color ni por su canto, sino por su vuelo.
“Los vencejos volaban a miles, chirriantes y
negros, por encima de nuestras cabezas. En su vuelo, vertiginoso e irreflexivo,
se lanzaban contra las almenas de la muralla para salir después despedidos en
dirección contraria como pelotas rebotadas en un frontón” (Miguel Delibes, La
sombra del ciprés es alargada).
Su fina aerodinámica y sus acrobacias se suman al hecho de haber roto gran parte de sus ataduras a la vida terrestre (de ahí su nombre taxonómico, apódido, sin pies). Vive, come, duerme y copula en el aire y sólo se posa para anidar: cuando el periodo de cría termina, no vuelve a posarse hasta la primavera siguiente; las crías, incluso, que no son maduras hasta los tres o cuatro años, no anidarán hasta entonces, lo que les hará estar más tiempo volando sin interrupción. "Por encima del bullicio y sin ataduras, se dedica a sus asuntos allí arriba, como si viviera en una zona completamente despoblada" (J. F. Naumann, Los pájaros de Europa central, 1905).
Foto: Pau Artigas
No sabemos exactamente qué
pájaros teníamos en la Antigüedad, pero sí tenemos muchos nombres y siempre
puede hacerse algo con ellos. Los escritores antiguos tenían tantas
dificultades como gran parte de la gente de hoy en día para identificar las
distintas especies de vencejos e hirundínidos, así que la información que
proporcionaron sobre el Apous es, a veces, errática. Aristóteles
reproduce las confusiones populares entre especies superficialmente similares
-por ejemplo, entre los vencejos y las golondrinas, que en realidad pertenecen
a familias muy diferentes. Lo genérico y lo específico parecen confundirse, ya
que al principio se les agrupa a todos como apodes ("sin
patas"), mientras que más tarde se distinguen los drepanis y los apous:
Algunos pájaros están mal equipados con pies y por esta razón se llaman ápodos. El pajarito en cuestión es un muy buen volador, y casi todas las especies como él son también son buenos voladores, pero con pies deficientes: por ejemplo, la golondrina y el drepanis. Todas ellas tienen un comportamiento y una estructura alar similares y un aspecto parecido. El ápodo se puede ver durante todas las estaciones, pero el drepanis cuando ha estado lloviendo en verano, es cuando se observa y se captura, pero en general es una especie rara.
Aristóteles dice que el nombre del pájaro
significa simplemente que es torpe con los pies, mientras que es hábil en el
aire; que se asemeja al Chelidōn (Golondrina común y otros Hirundines) y
al Drepanis (vencejo común), siendo este último un visitante de verano y
el Apous residente durante todo el año. Más adelante añade que el Apous
se llama a veces Kypselos y aunque el pájaro es difícil de distinguir de
otros Hirundines, tiene patas peludas y construye largos nidos de barro
en forma de colmena bajo las rocas y cuevas para evitar las molestias de
las fieras y los hombres. Plinio añade que es visible en el mar, y Eustaquio de
Tesalónica (siglo XII, Comentarios sobre la Ilíada y la Odisea) alega
que los licios llaman con el nombre de Apous a un pájaro que en su época
se llamaba comúnmente Petrochelidōn ("golondrina de roca”, lo que
hoy conocemos como “avión roquero”, Ptyonoprogne rupestris).
En cuanto al Drepanis o
Drapenis (δρεπανίς, δραπενίς, “alas
de hoz”), Aristóteles lo describe como un buen volador, pobre en el suelo, similar
al Chelidōn en apariencia, bastante raro y visto sólo cuando llueve en
verano. Basilio de Cesarea (en su Hexameron) añade que el pájaro se
alimenta al vuelo. El nombre describe perfectamente la forma de las alas de los
tres vencejos europeos y todos los detalles descriptivos se ajustan a las tres
especies. El comentario "bastante raro", sin embargo, se
ajustaría mejor al vencejo alpino (Tachymarptis melba), menos frecuente.
Plinio parece distinguir los
ápodos de las golondrinas y los describe como aves "que nunca
descansan, excepto en el nido"; pero también utiliza el término Cupselus
como nombre alternativo, reflejando la confusión de Aristóteles.
Foto: Javier
Milla/SEO
El vencejo es un ave en plural porque parece que sólo la percibimos en grupo, serpenteando por el aire de verano (" el veraneante más puro", lo llamó Otto Fehringer en "El mundo de las aves", 1951), alardeando de sus acrobacias sociales como si fueran flechas.
El chillido del vencejo es
inseparable del verano: no hay pueblo ni ciudad (es más urbano que la golondrina, con quien se le suele comparar) donde no acompañen el calor y
esas tardes largas de azul abrumador: Azzurro, Il pomeriggio è troppo
azzurro, e lungo per me... ("Azul, la tarde es demasiado azul y larga para mí...", así describía muy bien la canícula Paolo Conte). Un ornitólogo habló de "fiestas de gritos" para referirse a esas exhibiciones de vuelo que, a nuestros ojos, no parecen tener más propósito que el juego: avis ludens.
“Hace días que llegaron los
vencejos y en casa es no parar. Los condenados chillan como pendones sin
dejarlo. Todo el día de Dios andan colgados del alero. A las siete ya me tienen
de pie. ¡La madre que los echó, no los matarán a todos!” (Miguel Delibes,
Diario de un cazador, 1955)
"Melodiosos destellos de fuego en lo alto, no conocéis la altura ni la distancia [...]¿Qué nube, qué agua profunda os será inaccesible? Vuestra es la tierra en toda su amplitud."
Jules Michelet, "El pájaro", 1856
Un albatros de Buller frente a la costa de Nueva Gales del Sur, Australia. Credit@Leoviaflickr
El navegante -aéreo- de los mares es, sin
dudarlo, el albatros, “ese fantasma blanco que navega todas las
imaginaciones”, en un feliz epíteto de Ismael, el narrador de Moby
Dick. Extremadamente dependiente del viento, como un velero, le
basta con desplegar sus alas para navegar sin apenas esfuerzo (de hecho, nunca
bate las alas excepto para el despegue, lo que le imposibilita atravesar las
zonas de calma ecuatorial: prisionero
de su hemisferio, en realidad).
Las islas remotas
donde anidan la mayor parte de las especies de albatros y las regiones marinas
que recorren en sus periplos
Linneo pensó precisamente en su
carácter marinero cuando bautizó a este grupo de aves (sus distintas especies
se agrupan en la familia Diomedeidae) a partir de los compañeros de la
nave de Diomedes, que fueron convertidos en pájaros por Afrodita. Muerto Diomedes,
estas aves cuidaban de su tumba; así, en el archipiélago Tremiti, en el
Adriático, hay una tumba griega de la que se dice que es la del héroe.
La supuesta tumba
de Diomedes, en la isla de san Nicolás, archipiélago Tremiti (foto de Loredana
Riccardi)
Ave insulómana por excelencia,
pues anida especialmente en islas apartadas, sobre todo en el hemisferio sur,
periegeta de los ventosos mares de las latitudes frías, sus encuentros con los
marineros se prestaron a todo tipo de leyendas, nacidas tanto de la fascinación
como del temor al océano, inhóspito y aterrador. Durante siglos, capturar un
albatros fue un deporte habitual entre los marinos. Después de ponerlo sobre la
cubierta el pájaro debía ser liberado, se decía, ya que era creencia popular que
encarnaban las almas de los marinos desaparecidos, por lo que siempre se
consideró signo de mala suerte matar una de estas aves. En realidad, esto
parece más literatura que realidad porque sabemos que los marineros solían
comerlos (el menú de a bordo debía de ser monótono y se agradecía la variedad) y
que sus plumas sirvieron para rellenar almohadas, así como su pico y sus patas
servían para fabricar algunos objetos.
A la izquierda,
bolsa de tabaco hecha con una pata de albatros. A la derecha, dos pipas hechas
con el mismo material. Tour Solidor, Museo dedicado a los Cap Horniers,
Saint-Malo
Para atrapar al
albatros se usaba un gancho que consistía en una pieza triangular o romboidal de cobre sobre la que se
fijaban dos medias placas de madera que servían para que el anzuelo flotara. La
pieza de cobre tenía pequeños orificios para fijar el cebo, que era normalmente
un trozo de carne salada de cerdo, y terminaba en un ángulo suficientemente
agudo como para atrapar al ave por el pico.
Un antiguo anzuelo
mostrando la forma de atrapar al albatros, Tour Solidor, Museo dedicado a los
Cap Horniers, Saint-Malo
El artilugio sirve de símbolo de
la Cofradía de Cap Horniers, los capitanes que habían pasado el Cabo de
Hornos.
Emblema de la
Cofradía Internacional de los Capitanes del Cabo de Hornos (Cap Horniers), cuyo
motivo central es un albatros mordiendo un anzuelo de forma romboidal
Los marinos que desembarcaban en
las islas remotas donde anidaban los albatros solían coger sus huevos, al
parecer sabrosos y grandes (casi medio kilo), como explica J.E. Davis, capitán
del Challenger:
“Empujar el pecho del pájaro con un bastón para que se ponga a un lado del nido es suficiente para tumbarlo de espaldas y, antes de que pueda recuperarse, el huevo ya se ha cogido, y el lamento de la despojada madre cuando se pone de nuevo en el nido saqueado es señal de su aflicción. El comportamiento de estos pájaros es totalmente ridículo.”
Se supone que, a partir de las supersticiones
de los marinos, Samuel Taylor Coleridge inmortalizó el tema en su poema “The
Rime of the Ancient Mariner” (“La balada del viejo marinero”),
publicado en su libro “Lyrical Ballads” (1798). En este clásico de la
literatura inglesa, el autor evoca la historia de Simon Hatley, primer oficial
a bordo del Success, que disparó y mató un albatros al pasar por el
Estrecho de Le Maire, en el extremo sur de América. Parece que en ese momento
no había ningún tabú contra la caza de albatros y que, en realidad, fue algo
inventado por Coleridge cuando escribió sobre el asunto. George Shelvocke,
líder de una expedición corsaria que circunnavegó la Tierra para saquear
las posesiones españolas (en 1719-22), asoció en su relato la muerte del
albatros y los presagios de un mar desfavorable, y de ello sacaría Coleridge su
material. Cuenta Shelvocke:
Tuvimos ráfagas continuas de
aguanieve, nieve y lluvia, y los cielos permanecían ocultos para nosotros por
sombrías nubes lúgubres... no habíamos
visto ni un solo pez desde que llegamos al sur del Estrecho de Le Maire, ni un
ave marina, excepto un albatros negro desconsolado que nos acompañó varios
días, rondando como si se hubiera perdido a sí mismo; hasta que Simon Hatley,
mi segundo capitán, observando, en uno de sus ataques de melancolía, que este
pájaro siempre rondaba cerca de nosotros, imaginó, por su color, que podría ser
un mal presagio, y alentado en su superstición por la serie continuada de
vientos contrarios tempestuosos que nos habían oprimido desde que entramos en
este mar, él, después de algunos intentos infructuosos, finalmente disparó al
albatros, tal vez pensando que así tendríamos un viento favorable. (George
Shelvocke, Un viaje alrededor del mundo a través del Gran Mar del Sur, 1726).
“Con mi ballesta
le disparé al Albatros”, Grabado de Gustave Doré para “La balada del viejo
marinero” (Nueva York, Harper & Brothers, 1884), Biblioteca digital de la
Universidad de Buffalo
En el poema de Coleridge, un
albatros sigue a un barco, lo que en principio se considera un buen presagio.
Sin embargo, un marinero lo mata con una ballesta, una acción que maldecirá al
barco y le hará sufrir terribles desgracias porque el viento desaparece y el agua se
agota. La tripulación culpa de su difícil situación al marinero y, como
castigo, le atan el pájaro al cuello. Al cabo de un tiempo, se encuentran con
un barco fantasma donde viajan la Muerte (un esqueleto) y la "Pesadilla
de la Vida en la Muerte" (una mujer mortalmente pálida), que se juegan
a los dados las almas de la tripulación. La Muerte gana las vidas de todos
salvo la del marinero que mató al albatros, de la que se adueña la Vida-en-la-Muerte.
El destino del marinero será terrible: contemplará cómo mueren, uno a uno,
todos sus compañeros, pero él seguirá vivo durante siete días y siete noches
contemplando la maldición expresada en los rostros de los cadáveres. En un acto
de expiación, tras comprender la verdadera belleza del mar y sus criaturas,
entona una oración y la maldición se levanta: el albatros se desprende de su
cuello y la lluvia comienza a caer. Los marineros muertos se levantan y
conducen el barco a un lugar seguro, pero se hundirá más tarde en un gigantesco
remolino, dejando al viejo marinero como único superviviente. Como penitencia,
se verá obligado a errar por el mundo y contar su historia, cuya moraleja se
puede resumir en estos versos:
Reza mejor quien más ama a
Todos los seres
grandes y pequeños;
Porque el Dios de la caridad que nos ama
Los ha hecho a
todos y los aprecia.
Portada de William
Strang para la edición de 1903 del poema de Coleridge
La fortuna del poema fue enorme y
pronto se convirtió en una referencia en la literatura inglesa. En Frankenstein,
de Mary Shelley (1818), ya se alude al tema:
Voy a
regiones inexploradas, a “la tierra de la niebla y la nieve”, pero no mataré
ningún albatros; por lo tanto, no se alarme por mi seguridad o si vuelvo a
usted tan desgastado y afligido como el "Viejo Marinero". Sonreirás
ante mi alusión, pero te revelaré un secreto. A menudo he atribuido mi apego y
mi apasionado entusiasmo por los peligrosos misterios del océano a esa
producción del más imaginativo de los poetas modernos. (M. Shelley,
Frankenstein)
El albatros, en la lengua
inglesa, ha pasado al rango de metáfora para referirse a una carga moral que se
arrastra pesadamente como si fuera una maldición. Por ejemplo, en “No, no,
boy”, de John Okada (1957), donde se observa la experiencia vital de los
japoneses-americanos que fueron tratados como enemigos tras el ataque de Pearl
Harbour, y sus dificultades para integrarse, uno de los personajes se queja de
la resistencia de la generación de sus padres a adaptarse:
“Todas esas bobadas sobre
Japón. Japón por aquí, Japón por allá, joder, después de todo lo que nos han
hecho podrías decir que han aprendido la lección, pero no. Siempre cuentan las
mismas estupideces. Son como el albatros muerto en el cuello del pobre
marinero.”
Y cuando, en 1975, quebró un gran
especulador británico y arrastró a parte del mercado, los periódicos ingleses
se refirieron a una de sus compañías como “un albatros alrededor de su
cuello”.
La estatua del
Anciano Marinero en Watchet, Somerset, Inglaterra, obra de Alan B Herriot,
2003. Coleridge vivió cerca y visitó este puerto
La cantante St Vincent, en su
tema Teenage talk, usa también la imagen para rememorar pasados errores
juveniles:
"¿Cómo me ves
ahora?
Ahora que soy un
poco mayor, mayor,
No importa el
albatros
Ardiente en mi hombro..."
Baudelaire eligió esta ave para evocar la figura del poeta mismo, evitando otras aves más propias de la tradición literaria, como el águila o el ruiseñor. Su padrastro, para intentar corregir su vida disipada, lo enroló en un barco rumbo a Réunion, al sur del Índico, en 1841. Parece comprensible que Baudelaire se sintiera horrorizado por la vida a bordo, pero, a la vez, el viaje despertó en él una atracción irresistible por los ambientes remotos. En su poema “El albatros”, incluido en la edición de 1861 de “Las flores del mal”, el poeta sería un exiliado del cielo, condenado por sus propias alas.
A menudo, por diversión, los marineros
cazan albatros, vastas aves de los mares,
que siguen, indolentes compañeros de viaje,
la nave que se desliza sobre los amargos abismos.
Apenas las han puesto sobre las tablas,
estos reyes del azur, torpes y avergonzados,
baten lastimosamente sus grandes alas blancas
como remos arrastrados a su lado.
Este viajero alado, ¡qué torpe y cobarde es!
¡Él, antes tan hermoso, qué cómico y feo ahora!
¡Uno excita su pico con una pipa,
el otro imita, cojeando, al lisiado que volaba!
El Poeta es como el príncipe de las nubes
que acecha la tormenta y se ríe del arquero;
exiliado en el suelo entre gritos,
sus gigantescas alas le impiden caminar.
Hace unas semanas leíamos en clase a Coleridge, precisamente... Volverá el albatros con Baudelaire, anticipé, y nos enredamos hablando de pájaros, de aire, de libertad... Qué preciosa entrada, Alfonso. Y sí, para mí también el vencejo es el pájaro del verano y de la juventud; el que llega cada año puntual a su cita entre los arcos del Acueducto, el que espero ver volar siempre un año más... Ana.
ResponderEliminarMe ha gustado la leyenda del albatros, no la conocía.
ResponderEliminarNos parece una maravilla volar, pero vivir siempre en el aire como los vencejos y apenas pisar tierra firme también puede ser una condena, se puede acabar prisionero de una forma de vida inevitable
El vuelo de las bandadas de vencejos me parece hipnótico, es como cuando fijas la vista en el fuego de una hoguera. Miras sus acrobacias y te preguntas de dónde nace esa precisión que les hace coordinarse con tanta facilidad.