PLUMÍFEROS II (por su lado frívolo)
"Caballos que piafan; espléndidos sombreros con adornos de plumas haciendo señales desde carrozas descubiertas, veloces y señoriales. "
Martin Walser (Jacob von Gunten, 1909)
Top y falda con plumas de Dries van Noten, fotografía de Kyoko Hamada para The Wall Street Journal, 2013
Si Pitigrilli definía la moda como la tensión entre el instinto de cubrirse y el instinto de desnudarse, las plumas eluden el desnudo mediante el despliegue de algo más expuesto que un cuerpo: la extravagancia y la pomposidad, que tienen sus propias reglas.
Aunque en esta entrada hay mucho refinamiento, empezaremos por el lado menos seductor del uso de las plumas, que es, sin dudarlo, el plumero, ese invento que permite cambiar el polvo de sitio. La crianza de pavos dio resultados inesperados en el medio oeste norteamericano: parece que un granjero de Iowa, en 1870, sugirió la idea y William Hoag, dueño de una fábrica de escobas (y después de pasar horas de aburrimiento atrapado en una tormenta de nieve) pensó en cómo unir unas plumas de pavo a un mango, a imitación de los cepillos, y así, en 1874, fundaría la Hoag Duster Company (que cerró en 1974, derrotada por los costes y la competencia de los sprays antipolvo). Por esos mismos años hubo un caso de rebelión institucional, cuando el presidente Grant disolvió la efímera cámara de delegados de Washington (que sólo duró de 1871 a 1874) y sus veintidós representantes, que se quedaban sin trabajo, decidieron mostrar su protesta llevándose a casa todos los muebles que pudieron encontrar en la sede de la asamblea y uno de ellos robó un plumero, escondiéndolo en la pernera de los pantalones, quizá maravillado por esa novedad tecnológica.
Un plumero original
de la marca Hoag, hoy toda una reliquia
En Sudáfrica, dada
la abundancia de granjas de avestruces, fueron estas aves la materia prima de
los plumeros, que empezaron a producirse allí desde 1903 (Sudáfrica sigue
siendo el mayor productor de plumeros de avestruz). Generaciones de conserjes,
bibliotecarios y amas de casa, y hoy en los museos, donde es imprescindible,
han tratado de usarlo como imán del polvo, no sabemos si con resultados
impecables. Hoy conoce un uso industrial en la fábrica de BMW en Múnich, donde
una máquina equipada con plumas de avestruz acaricia la carrocería antes de
pasarla al taller de pintura, al parecer por su capacidad de atraer el polvo
gracias a su carga eléctrica negativa (el polvo debe de ser positivo).
Un vendedor ambulante de plumeros, en Sudáfrica
La gravedad de la milicia también ha conocido sus fatuidades. Aunque no se han conservado, los cascos decorados con plumas eran comunes entre griegos y romanos. En un mural pompeyano del siglo I d.C., vemos a Marte con el casco rematado por una pluma. En la base de la columna de honor de Antonino Pío hay un casco decorado con un largo penacho, al modo de una crin de caballo.
Izquierda, medallón de plata de Constantino, 315, con su Toupha. Derecha, dibujo de una estatua ecuestre, perdida, de Justiniano en el Augustaion de Constantinopla, por Nimphyrios, Biblioteca de la Universidad de Budapest
Sabemos que en la Edad Media, en Francia, siendo las plumas un ornamento habitual en el sombrero de nobles y prelados, la manufactura de tocados y complementos de plumas fue suficientemente importante como para sostener un gremio, el de los “chapeliers de paon” (“los sombrereros de pavo real”), reconocidos en París en 1268 y que, en el siglo XV, tomaron el nombre de “plumassiers” (plumajeros), que agrupaban, según sus estatutos, a los maestros “plumajeros, penacheros, floristas y adornadores” de sombreros, con un periodo de aprendizaje de seis años. A fines del XVIII, el número de maestros plumistas en París era de veinticinco (la mayoría de sus trabajadores eran mujeres); su patrón era San Jorge y su capilla estaba en la iglesia de Saint-Denis-de-la-Chartre (demolida en 1810).
Izquierda, taller plumajero en el siglo XVIII, Enciclopedia de Diderot y d'Alembert. Derecha, Robar Bénard, París 1771: Productos del decorador de plumas: alas para ángel de la pasión, manguitos, gorra de garza, aigrette, tocado à l'Indienne, casco para teatro, penachos para caballos, etc
El tocado más elegante en la época de la caballería cortesana, a finales de la Edad Media, era el sombrero de pavo real, elaborado con fieltro densamente cubierto con ocelos del ave (y, por lo demás, también ricamente decorado) y lo usaban por igual hombres y mujeres. En la Adoración de los Magos pintada por Gentile da Fabriano en 1423, uno de los seguidores lleva un turbante de pavo real. Hacia mediados del siglo XV, estos turbantes se valoraban como coronas nupciales en Italia: cuando una hija de Alessandra Macinghi Strozzi se casó en 1447 llevaba una corona para la que se usaron quinientos ocelos de pavo real y otras trescientas plumas variadas.
Hay muchas connotaciones heráldicas detrás de las plumas de avestruz: sabemos que son el símbolo de Gales y que las usó Eduardo, “El Príncipe Negro” (1330-1376), heredero de Eduardo III de Inglaterra, en su “escudo de paz” (sólo para usar en las justas, no en la guerra), que tenía tres plumas de avestruz de plata sobre fondo negro y con el lema “Ich dien” (en alemán, “yo sirvo”), que aparece también en su tumba. Parece que el tema procede de su madre, Filipa de Hainault, cuyo hermano, el Conde de Ostrevent, pudo dar lugar a un juego de palabras con la palabra “Ostruce” (avestruz, en francés antiguo). Hay también explicaciones más legendarias: Eduardo III, tras la batalla de Crécy, le habría quitado el casco con el penacho de plumas al rey Juan de Bohemia, muerto en el combate, y se habría apropiado también de su lema, “Ich dien”; o bien sería un homenaje del rey al papel esencial que los arqueros galeses tuvieron en la batalla.
El escudo del Príncipe Negro y su tumba en la catedral de Canterbury, con su escudo triplemente repetido
A partir del Príncipe Negro, el símbolo fue usado por diversos reyes y nobles ingleses, aunque el primer Príncipe de Gales que usó la insignia en su forma moderna (es decir, tres plumas blancas rodeadas por una corona y con el lema citado) fue el Príncipe Arturo (1486-1502), hijo mayor y heredero de Enrique VII. Pero sólo desde el siglo XVII la insignia se asoció exclusivamente con el Príncipe de Gales. La encontramos en múltiples instituciones galesas, regimientos, clubes deportivos....
La insignia de Gales, como escudo de la selección galesa de rugby y como símbolo del Regimiento Real de Canadá
Dado que el uso de la pluma, por sí sola, sólo permitía un pequeño número de variaciones en la heráldica, se expandió en la invención de ornamentos para las cimeras de los cascos.
Aunque las plumas de pavo real fueron tradicionalmente las más vistosas, a principios del siglo XIV reaparecieron las plumas de avestruz, que hicieron ganar altura a los peinados de aparato y se convirtieron en las más apreciadas desde mediados del siglo. Cuando Luis XII entró en Gênes, en abril de 1507, llevaba un casco coronado de todo un bosque de plumas del que colgaba un gran penacho.
Alrededor de 1500, con la llegada de la boina blanda, la forma en que se colocaba la pluma cambió y así la vemos plana, dispuesta lateralmente, colgando suelta sobre el borde. Los retratos de Francisco I o Enrique VIII nos los muestran con una pluma blanca adornando la boina de terciopelo.
Era habitual que los códigos de vestimenta de los siglos XV y XVI prohibieran la ropa lujosa o la limitaran a ciertos sectores de la población. En 1449, por ejemplo, se ordenó a las prostitutas de Merano que no se adornaran con plumas de colores. En 1559, el duque Alberto V de Baviera emitió un mandato contra el extravagante tocado de los lansquenetes, que a veces incluía gorras con largas colas de pavo real.
En el siglo XVII decayeron los variados adornos plumares, combatidos por los puritanos protestantes, aunque poco pudieron hacer entre la aristocracia.
Cuando surgieron los peinados rizados "naturales" en Inglaterra, en la década de 1780, los adornos de avestruz migraron del cabello a los entonces populares sombreros de fieltro o paja de ala ancha.
Desde la década de 1770 la pluma volvió a ganar importancia. Se dice que María Antonieta fue la primera en lucir un enorme tocado de avestruz.
En la corte francesa, desde Luis XIV hasta la Revolución, las plumas aderezaban por igual a hombres y mujeres y llegaron a ser objeto de verdadera pasión. En los hombres, eran un signo aristocrático, privilegio de los señores terratenientes y los oficiales de la guardia. Por influencia de la reina, como hemos visto, durante el reinado de Luis XVI la extravagancia de los tocados llegó a tal punto que la baronesa de Oberkich, en sus memorias, decía que “las mujeres de baja estatura tienen la barbilla a medio camino de los pies”. Y Madame de Campan comenta irónicamente esa moda:
“Los tocados alcanzaron tal
grado de altura, por el andamiaje de gasas, flores y plumas, que las mujeres ya
no podían encontrar carruajes lo suficientemente altos para entrar, y a menudo
se las veía agachar la cabeza o ponerla en la puerta. Otros tomaron la decisión
de arrodillarse, para cuidar de la mejor manera la ridícula estructura con la
que estaban sobrecargadas”.
El conde de Vaublanc no es menos
severo en su juicio:
“Vi a una señora que no sólo
se arrodillaba en su carruaje, sino que además sacaba la cabeza por la puerta.
Estaba sentado a su lado. Cuando una mujer así ataviada bailaba, se veía
obligada a agacharse continuamente al pasar por debajo de las lámparas de
araña, lo que le daba la peor gracia que se pueda imaginar.”
En la ópera, los conflictos eran continuos porque impedían disfrutar del espectáculo a los que les tocaba en suerte estar detrás de una de esas damas.
Luis XIV como
Apolo en el “Ballet de la noche”, durante el carnaval de 1653
El castillo de Moritzburg, cerca
de Dresde, guarda una habitación de 1723, diseñada para el Palacio japonés
del Elector de Sajonia, Augusto el Fuerte, aunque en 1830 la sala se trasladó
al citado castillo. La habitación con la cama es una locura. Se utilizaron casi
dos millones de plumas de faisán. La cama con el dosel parece estar hecha con
bordados en seda, pero en realidad son plumas de colores. Las borlas que
adornan la cama están hechas de 50.000 plumas. En el siglo XVIII, tales camas
con cortinas de plumas eran relativamente habituales entre los nobles. El
creador de este tesoro esponjoso fue un francés que vivía en Londres, un tal
Monsieur Le Normand. En 1720 puso a la venta la cama y tan pronto como la
compró, el Elector hizo quitar las cortinas del lecho y convertirlas en tapices,
lo que más tarde dio a la habitación el nombre de Federzimmer (“la
habitación de las plumas”).
La Federzimmer,
con su dosel de plumas y sus tapices
Uno de los tapices
de plumas que se hicieron con las primitivas cortinas de la cama
A fines del XIX, pese a que las modas eran menos espectaculares que en la era rococó, en las matinés o bailes se usaban elaborados sombreros ceremoniales, profusamente decorados con flores de seda y plumas y las aves del paraíso y los loros eran la fuente de los nuevos tocados elegantes. Con estas nuevas variedades, las plumas se separan en dos categorías: la “pluma de avestruz” y “la pluma de fantasía”, que incluía a todas las demás.
Certificado de acciones de la Golden Gate Ostrich Farm, de Oakland, California, emitido el 26 de noviembre de 1912
Medidas al peso, el
precio de las plumas era exorbitante (justo por debajo del precio del
diamante). Las de avestruz venían a través de Argelia, pero también
había criaderos en Túnez, Egipto y Madagascar, aunque la mayoría procedían de la cría de
avestruces en la meseta de Klein Karoo, en la región del Cabo Occidental, en
África del sur, donde el avestruz doméstico moderno se crio a partir del cruce
entre la subespecie autóctona y la variedad de cuello azul de Berbería (de
donde unas cuantas decenas fueron sacadas de contrabando). Entre 1875 y 1880,
los precios de los avestruces alcanzaron hasta mil libras esterlinas por pareja
reproductora, y los agricultores de la región se dieron cuenta de que eran
mucho más rentables que cualquier otra actividad. Unas trescientas familias
judías, emigradas desde Lituania a fines de siglo, fueron atraídas por la
pujanza del negocio y se mudaron a Oudsthoorn (que, hacia 1890, se conocía como
“la pequeña Jerusalén”), y algunas de ellas se convirtieron en magnates de las
plumas. Esa explosión de prosperidad dio lugar a lo que se conoce como los Ostrich
Feather Palaces (“Los palacios de las plumas de avestruz”), lujosas
viviendas para los empresarios de las granjas de avestruces, algunas ya
demolidas, la mayoría dedicadas hoy al alojamiento turístico. El trabajo de la
piedra se debe, sobre todo, a la labor especializada de canteros escoceses. Con
la Gran Guerra, la mayoría de las explotaciones quebró y la “burbuja de las
plumas” explotó. Junto a la guerra, fue la invención del automóvil lo que puso fin a la era de las grandes plumas: los vehículos abiertos más rápidos causaron estragos
en los espléndidos sombreros de las damas y las tendencias de moda
desde 1914 eran más sobrias y menos extravagantes.
Casa
diseñada en 1907 por Charles Bullock para el comerciante Robert Sladowski
Eran una mercancía
especialmente valiosa y Gran Bretaña, el principal distribuidor del mundo,
compró anualmente entre uno y dos millones de libras esterlinas entre 1903 y 1914.
Francia importó una media de 76 millones de francos de 1907 a 1911, y Estados
Unidos, que al igual que Francia adquirió las plumas de avestruz a través de
Londres, durante el mismo periodo compró entre uno y cinco millones de dólares al
año. El comercio de plumas de garza negra o nívea se centralizaba en
Livorno (Toscana), desde donde se distribuía por toda Europa. Eran más raras y
caras que las de avestruz y solían salir de Túnez.
William Holman Hunt, El cumpleaños (retrato de Edith
Waugh), 1868-69, Martin Beisly Fine Art. Luce una estola hecha, quizás, con
plumas de monal colirrojo
Monal colirrojo
(Lophophorus impejanus), ave nacional de Nepal
Por otra parte, algunos tipos de
plumas se utilizaban específicamente para determinados objetos: las utilizadas
para hacer flores artificiales procedían principalmente de colibríes y loros,
pero a veces también de plumas de gallina y pintada teñidas; para los tocados
femeninos se utilizaban plumas de cola larga de aves del paraíso, que tenían
mucho valor en el mercado. Las plumas de mayor tamaño debían reelaborarse un
poco antes de ser utilizadas, como las de las alas y la cola del avestruz, que
se apreciaban por su contraste de color blanco y negro; el ñandú sudamericano proporcionó las plumas grises y marrones utilizadas para los
matamoscas y las sombrillas; las conocidas como “plumas de marabú” proceden de
las colas de varias especies de cigüeñas tropicales porque son cortas,
esponjosas y suaves y alternan colores grises y blanco brillante; las plumas
blancas y negras de las garzas se utilizaban para hacer penachos (aigrettes),
e incluso se usaban plumas de buitre, sobre todo teñidas.
Mujer a principios
de 1900, ediciones Tallandier
A veces, las
mujeres llevaban pechugas enteras o incluso pájaros enteros en la cabeza. En
una carta a la revista Forest and Stream, en 1886, el ornitólogo Frank
Chapman afirmó que en sus dos últimos paseos por Manhattan había contado más de
700 sombreros, 542 de los cuales estaban decorados con plumas de 174 aves
diferentes, la mayoría de ellos armados con alambre para darles sensación de
vida. Los pedidos de plumas de aves del paraíso, palomas, colibríes, garzas,
pavos reales y otros pájaros exóticos eran enormes (un londinense, en
1892, tenía seis mil plumas de aves del paraíso, cuarenta mil de colibríes y
otras tantas de diversas especies). Eran sombreros preparados para volar.
Dos
caricaturas de las extravagancias plumíferas, 1910
En la Belle
Époque (1870-1914) se produce el verdadero reinado de las plumas en la
indumentaria y sus complementos. El fenómeno se origina en Francia y las casas
de moda las aplicaron a sus trajes y accesorios, coincidiendo con la
desaparición de la crinolina, como si el volumen pasara de la parte inferior
del cuerpo –se estrecha la falda- a la cabeza.
Alphonse Mucha, La Pluma, litografía, 1899. La apoteosis de la Belle Époque
La extravagancia llegó a tal punto (se añadían frutas, lazos, nidos...) que, en España, el gobernador civil de Madrid, Juan de la Cierva, publicó el 20 de noviembre del año 1903 un bando municipal en el que prohibía a las señoras que acudieran al teatro con los sombreros puestos en el patio de butacas porque impedían ver el escenario.
Mujer
de época eduardiana (1901-1910) y una modelo estadounidense de 1912, ambas con
plumas de avestruz
“Una mañana
encontró León muy indecisa [a su mujer] frente a una elección de sombreros de
verano traídos de la tienda. Había allí todas las variedades creadas cada mes
por la industria francesa. Veíanse nidos de pájaros adornados de espigas y
escarabajos, esportillas hendidas con golpes de musgo, platos de paja con
florecillas silvestres, casquetes abollados…cubiletes con alas de chambergo y
pechugas de colibrí.” (Benito Pérez Galdós, La familia de León Roch,
1878)
Sombrero del
catálogo de H. O’Neill, Nueva York, 1899-1900, con un pájaro disecado completo
Un gran impulso a la introducción del plumaje lo tuvieron dos ballets que se estrenaron por esa época y en los que las aves aparecen como principales protagonistas: El lago de los cisnes, de Tchaikovski, estrenado el 4 de marzo de 1877 en el teatro Bolshoi de Moscú, y El pájaro de fuego de Stravinski, estrenado en 1909 por los ballets rusos de Diaghilev. Ambos se convirtieron en un auténtico fenómeno social y cultural. En concreto, la fama de El pájaro de fuego se debió a su extraordinaria escenografía, fruto de la colaboración entre Daghiliev y el pintor, escenógrafo y diseñador de vestuario Léon Bakst, que realizó un conjunto de trajes en los que el orientalismo y la aplicación de plumas fueron su característica más notable. Entre ellos destacaba el de la protagonista, Tamara Karsavina, en el papel de pájaro, con una indumentaria de soberbias plumas de colores. Los diseños y trajes de Bakst influyeron de modo determinante no sólo en la moda de los años posteriores, sino también en los espectáculos musicales o del music hall, cuya plumería llega hasta la actualidad.
Tamara Karsavina
en “El pájaro de fuego”
Las plumas de avestruz aparecieron de nuevo después de la Primera Guerra Mundial, aunque más restringidas a la alta costura. El cine era, para la mayor parte de la población, el escaparate en que podía seguir soñando con el esplendor de las modas de la edad dorada.
Ginger Rogers (bailando con Fred Astaire “Cheek to
cheek”) luce un vestido y una capa de noche a juego en crêpe de seda blanca y
adornada con plumas de avestruz, en la película “Sombrero de copa”, de Mark Sandrich, 1935. Muy a juego con Fred Astaire, que se mueve como una pluma
Delphine Seyrig en “L'Année dernière à Marienbad”,
de Alain Resnais, 1961
“Abrigo n°82”,
creado por Yves Saint Laurent y presentado por su musa Katoucha (que le da
cierto espíritu chamánico) durante un desfile de su colección 1990-91. Mil
plumas de buitre, un kilo de plumas de gallo y más de doscientas cincuenta
plumas de faisán sobre un soporte de muselina y casi 350 horas de trabajo. Pesaba 2,2 kilos
No todas las plumas terminaban en los sombreros. En
la Belle Époque, el abanico se convirtió en un complemento imprescindible,
usando, sobre todo, plumas de avestruz; los más selectos, con las plumas
blancas y negras procedentes del extremo de las alas y las de la cola del macho
adulto; los de menor calidad, elaborados con las plumas grises o pardas de la
hembra. A veces se teñía el plumaje con los colores a la moda o a juego con el
traje de las mujeres que los encargaban.
Abanico de carey y avestruz,
Museo del Romanticismo, Madrid
París fue la ciudad europea donde más proliferaron
las fábricas dedicadas a la elaboración de abanicos realizados con plumas.
Entre todas ellas, sin duda, la más famosa fue la Maison Duvelleroy,
fundada en 1827 (sigue en activo). El baile organizado por la duquesa de Berry
en las Tullerías, en 1829, lanzó a la fama a Duvelleroy, y su nombre se
extendió entre toda la aristocracia europea: entre sus clientas se encontraban
la reina Victoria, Isabel II o Eugenia de Montijo, para quien hizo el abanico
de su boda. Las exposiciones universales premiaron y difundieron su trabajo. La
Maison Duvelleroy se especializó, además, en una tipología de abanicos
denominados éventails trophées (abanicos trofeo). La afición
femenina por la caza, que se pone de moda, propició estas piezas, realizadas
con las plumas de un único pájaro,
pretendiendo reconstruir el animal cazado, aunque también se hacían con el
plumaje de la mascota de la clienta. Generalmente se empleaban aves pequeñas
como la perdiz o el faisán.
Abanico-trofeo de
plumas de faisán de la Maison Duvelleroy, 1908.
Desde el siglo XVIII se usaban los “abanicos de pantalla”, que no eran para abanicarse sino para protegerse del calor de la chimenea, así que eran abanicos de interior que se realizaban siempre de dos en dos para que la dueña de la casa pudiera ofrecer uno a la dama que la visitaba.
Federico de
Madrazo, Amalia de Llano y Dotres, condesa de Vilches, 1853, Museo del Prado.
Lleva un abanico de pantalla
Un ejemplo de este tipo de pantallas son las que
conserva el Museo del Romanticismo de Madrid, adornadas con figura central de pájaro y
rematadas con grandes flecos de plumas, de inspiración oriental.
Pareja de abanicos
de pantalla con pájaro de madera recubierto con plumas, Museo del Romanticismo,
Madrid
Otra aplicación de las plumas fueron los manguitos en los que, aparte de los de piel, encontramos muchos rellenos, especialmente de plumas de cisne, o recubiertos de ellas. La plumería hizo también su aparición en los sofisticados peinados femeninos que se complementaron con las aigrettes, una única pluma de garza que se colocaba como remate de los tocados y peinados (en francés, aigrette es tanto “garceta” como “penacho”), y que solía tener una joya o una diadema en su base.
A la izquierda, manguito
inglés, finales del siglo XVIII-principios del XIX, Museo de Bellas Artes de
Boston, hecho con lumas de ganso, pavo real, perdiz y ánade real. A la derecha,
manguito de plumas de pavo real, c 1860
A la izquierda, la actriz Gabrielle Réjane con una aigrette negra. A la derecha, catálogo del joyero Georges Fouquet, 1912, que muestra diademas, peinetas y aigrettes.
Un buen número de plumas se convirtieron en boas: Henri Bendel, fundador de la cadena de grandes almacenes de lujo, ya
desaparecida, afirmó haber inventado la boa de plumas, pero hay imágenes de mujeres con pañuelos de plumas que son
anteriores. En 1888, un hombre llamado Rehul T. Bene, de
Hoboken, Nueva Jersey, presentó una patente para “ciertas mejoras nuevas y
útiles en la fabricación de boas de plumas", que permitía fabricar
boas más baratas, más duraderas y flexibles. Bene llegó en buen momento, porque
era la hora de ese complemento.
Gustav Klimt, Dama
con sombrero y boa de plumas, 1909, colección privada
Pero en la moda, la fácil
accesibilidad genera desprecio: las boas de plumas también cayeron en
desgracia. El
estallido de la Primera Guerra Mundial, en 1914, tuvo como consecuencia una
austeridad generalizada, acabando con la aplicación de las plumas en los trajes
femeninos y sus complementos. Pero la verdadera sentencia de muerte para
las boas y, en general, las plumas, llegó con el Crack de 1929, cuando los locos
años veinte dieron paso a la austeridad de la Gran Depresión. La frivolidad
parecía de mal gusto y, así, la década de 1930 estuvo marcada por un glamour
serio, de severos trajes oscuros y blusas abotonadas y pantalones anchos del
estilo de Katherine Hepburn. Con la llegada del vestido con corte al bies en la
década de 1930, las siluetas se volvieron cada vez más estilizadas y se empezó
a apreciar lo sobrio y lo nítido.
Las boas, aunque aún se veían entre las estrellas de cine, nunca
volverían a ser un accesorio tan esencial como lo fueron a principios del siglo
XX, y así fue como se redujeron al mundo de los artistas.
Izquierda, Raquel
Welch en Roma, 1968. A la derecha, una mujer se maquilla en una escena de “Gay
Love” en el Lyric Theatre de Londres”, 1933
Las plumas se usaban menos en los
tocados (desaparecen en los sombreros masculinos, no en los femeninos), pero
fueron un elemento imprescindible de los penachos militares y en la guarnición
de los doseles de las camas de lujo. Los penachos y racimos de plumas en los
tocados militares eran habituales en los uniformes alemanes y austriacos. El
color y la forma de las plumas facilitaban la identificación del regimiento o
la compañía a la que pertenecían los soldados. El penacho variaba según la moda
de la época, pero también según el rango del soldado. Las plumas más utilizadas
eran las de avestruz, garza, halcón, buitre, gallo o ganso.
A la izquierda,
cazador austrohúngaro de infantería, con el penacho a modo de cola de gallo. A
la derecha, coracero bávaro de la guerra franco-prusiana de 1870
Estas modas supusieron la caza
intensiva de ciertas especies, lo que llevó a su decadencia, incluso a su
extinción. Se fundaron asociaciones para luchar contra esa práctica (Société
royale pour la protection des oiseaux y la Ligue pour la protection des
oiseaux). Aves del paraíso, garzas, zampullines y somormujos fueron las
aves más masacradas. En el mercado de Londres, en 1910, se vendieron 1470 kilos
de plumas, que correspondían a la caza de doscientas noventa mil garcetas (hasta hace poco, el
ibis escarlata estaba en peligro por la demanda de sus plumas).
A la izquierda,
Somormujo lavanco (Podiceps cristatus). A la derecha, garceta común (Egretta
garzetta)
Ibis escarlata
(Eudocimus ruber)
En 1865, una crónica en Francia
protestaba:
“La moda, que hasta ahora se
mostraba bajo la apariencia de una diosa caprichosa, aspira ahora decididamente
al título de deidad cruel... ¡No se atreve a pegar en los sombreros de las
mujeres las cabezas, o incluso los cuerpos, de inocentes pájaros del aire! Si
las señoras febrilmente innovadoras se hubieran limitado a disfrazarse de
animales dañinos, no alzaría la voz, e incluso daría ánimos a las que
encontrara en mi camino, con la cabeza rebozada de bichos o la frente adornada
con escarabajos de la berbería. También establecería un premio anual para el
sombrerero que más veces utilizara la serpiente de cascabel en la confección de
sus artículos. Pero cuando veo a las graciosas currucas y a los melodiosos
ruiseñores inmolados en los altares de la elegancia, me pongo rojo y pido a las
autoridades que se opongan a esta carnicería de pájaros.”
El comercio de plumas
era un negocio sórdido: los cazadores mataban y despellejaban a las aves
maduras, dejando a las crías
huérfanas para que murieran de hambre o a merced de los cuervos. Según el
ex jefe de taxidermistas del Smithsonian, unos pocos buscadores de
plumas podían acabar con una "colonia entera de varios cientos de
aves" en sólo un par de días. Los cazadores saqueaban los bosques de
América del Norte y del Sur, amenazando a docenas de especies y haciendo que
algunas (sobre todo garzas y garcetas) estuvieran al borde de la extinción.
Pero era un comercio lucrativo: hacia 1900, las plumas podían alcanzar hasta 32
dólares por onza, el doble de su peso en oro.
Las quejas fueron cada vez más frecuentes. En 1889 se crea en el Reino Unido la Royal Society for the Protection of Birds para velar por la conservación de las aves. La Massachusetts Audubon Society, aún activa desde 1896, nació precisamente para luchar contra la demanda de plumas para sombreros y presionó con éxito al Congreso para aprobar la Ley de Aves Migratorias de 1913, que prohibía la caza primaveral de aves migratorias.. Pero no se pudo evitar que hacia 1890 la industria de las plumas reverdeciera: en París había ochocientos talleres de plumería que empleaban a más de siete mil trabajadores. El volumen de trabajo era tal que los plumajeros sólo se especializaban en una categoría: unos en la pluma de avestruz blanca, otros en la negra, otros en las de colores vivos... Pero la decadencia le alcanza a todo y el siglo XX ha visto la progresiva desaparición del uso de las plumas en la moda: hoy, en París, no quedan más de cincuenta trabajadores plumajeros, la mayoría limitados a la alta costura y los espectáculos de revista (para el Moulin Rouge o el Folies Bergère). Actualmente se usan especies comestibles (gallo, pintada, faisán, avestruz), aunque tienen existencias antiguas de garza, pavo real o ave del paraíso. A veces se siguen usando plumas de otras aves: cisnes, cuervos, ocas, grullas, aunque muy restringidas. Los fabricantes copian plumas de garza y otras aves raras con plumas de gallinas, pavos y aves acuáticas (gaviotas, frailecillos, petreles...) que se siguen cazando en las islas del Pacífico y las regiones del norte. El trabajo del plumajero a veces se limita a la copia de la naturaleza como hacen los floristas con las flores artificiales.
Un caso particular es el bordado de plumas de pavo real que se desarrolló en las regiones alpinas de habla alemana, desde el sur de Baviera hasta el Tirol del Sur y la región de Salzburgo en Austria. Se utiliza sobre todo para la decoración de cinturones (los Ranzen, originalmente bolsas para llevar algo de dinero) y los tirantes del traje tradicional masculino, el Lederhose, pero también zapatos, bolsos y, en general, todo lo que esté hecho de cuero blando. El maestro plumífero alpino sólo utiliza los largos raquis de las plumas de pavo real de la muda anual del macho. Estos tallos son apreciados no sólo por su tamaño, que a menudo supera el metro, sino también por su color blanco y su maleabilidad. El blanco del tallo contrasta así muy bien con el fondo negro o marrón del cuero. En la actualidad, todavía quedan algunos maestros plumajeros en Baviera y, sobre todo, en la comunidad germanófona del Tirol del Sur, en Italia, en los valles de Sarntal, Brixen y Merano.
El lederhose con
el ranzen en la cintura, bordados con los raquis de la pluma del pavo real
Aunque está al borde de la
extinción, este oficio consigue sobrevivir hoy gracias a dos impulsos: el del lujo, con marcas austriacas e italianas
que juegan con el nicho de la ropa folklórica porque recuerda la identidad
tradicional alpina; y el deseo de preservar este
patrimonio artesanal, que es más bien una cuestión de iniciativa personal y un
fuerte vínculo con la cultura regional de cada uno.
Los carnavales alemanes son
también un escaparate de plumas. Muchos de los disfraces de las “cofradías” de
“locos” que desfilan en esas fechas tienen las plumas como un
ingrediente principal. Otras veces, la ampulosidad y la teatralidad de los
desfiles populares llega a la caricatura, como en los “armaos” de la Macarena,
o a la pompa británica.
Miembros del
gremio de búhos de Seelbach en el típico desfile de “locos” de carnaval, 11 de
enero de 2015, en Gutach, RFA
Los “armaos” de la
centuria de la Hermandad de la Macarena, en la Semana Santa sevillana. Una
hipérbole de algo ¿romano?
El Príncipe
Guillermo en 2012: como conde de Strathearn, es nombrado Caballero de la Orden
del Cardo (Order of the Thistle), la más antigua Orden de Caballería escocesa,
lo que le obliga a lucir, con poca convicción, ese penacho de avestruz
Actualmente, la boa es el último complemento plumífero en mantener cierta vitalidad. Susan Sontag la incluyó en su ensayo Sobre el Camp (1964), junto con otros ornamentos propios de la Belle Époque (las lámparas Tiffany o los dibujos de Aubrey Beardsley). Para Sontag, era propio del Camp la apreciación por la estética fin de siècle, sentida como algo fuera de lugar, un poco cursi, pero encantadora (aunque hay referencias anteriores, es Oscar Wilde -” el rey del camp”, según Sontag- quien usa la palabra “camp” para referirse al exceso de teatralidad, lo que en castellano suele incluir la expresión “tener mucha pluma”).“El ‘camp’ es una mujer que se pasea con un vestido hecho de tres millones de plumas”, dice la Sontag. Pero las pocas veces que las boas han vuelto a revitalizarse ha sido en contextos conscientemente lúdicos o burlescos.
"La
Poule" en sentido literal y figurado. En 1993, para su espectáculo
"Fous de folies", Alfredo Arias eligió la autoparodia: su cartel
(diseño e ilustración: Bronx/Maurice Maréchal) presenta una gallina desnuda con
una boa, símbolo del music-hall
A veces tuvo cierto poder subversivo: la década
de 1930 fue el apogeo de la carrera cinematográfica de Mae West, cuya imagen
era una recreación emplumada, imaginativa y descarada de los atrevidos años de
principios de siglo.
Dos imágenes de Mae
West: a la izquierda, en 1933, por George Hurrell; y a la derecha, otra de
fecha desconocida, del American Vaudeville Museum Archive (Universidad de
Arizona, Tucson)
También la boa ha sido durante mucho tiempo un
objeto icónico en la comunidad drag, con sus plumas teñidas de colores
brillantes. Pero hasta hace poco, el mundo drag era una forma de
subcultura, y rara vez se cruzaba con la corriente cultural principal. Hubo un momento
en los años noventa en el que la boa de plumas se consideró lo suficientemente
divertida como para ser bien vista (de vez en cuando, a Kurt Cobain le
gustaba usarla en el escenario), incluso para vestir a la glamurosa cerdita Piggy.
La cerdita Piggy,
la glamurosa estrella de “El show de los Muppets”
La decadencia del negocio de las plumas, me trae a la memoria el de las pieles de animales. Negocio menos frívolo, en el sentido de que una prenda de abrigo no puede compararse con un adorno, mucho más prescindible, pero quizá de alguna manera la conciencia ecológica, ha terminado por influir en su desaparición, al menos en parte, aunque no creo que ninguna de las personas que se adornaba con esas plumas pensase en el sacrificio de las aves.
ResponderEliminar