ÍCARO

"Y Nereidas afligidas adornaron su tumba acuática;

sobre su pálido cadáver derramaron sus perladas flores marinas,

y cubrieron de musgo carmesí su lecho de mármol;

golpearon en sus torres de coral la campana fúnebre,

y a lo ancho del océano sonó su eco". 

(Erasmus Darwin)


Henri Matisse, Ícaro, 1947, Musée National d´Art Moderne Centre Georges Pompidou

El mito del hombre-pájaro es universal: se conocen más de sesenta criaturas míticas humanoides con aspecto, más o menos completo, de pájaro. Desde la isla de Pascua (los Tangata manu) podemos circundar la Tierra hasta Japón (los Karura), a lomos de todo tipo de seres aviarios que nos harán pasar también por México (el Huitzilopochtli azteca), Grecia (Eos, Eros, Iris, Harpías…), Asiria (Apkalu) o la India (Garuda), por citar algunos ejemplos.

Un petroglifo del hombre-pájaro (Tangata manu) de la Isla de Pascua


De izquierda a derecha y de arriba abajo: el Karura japonés, el Huitzilopochtli azteca, el Apkalu asirio y el Garuda indio

En todas las culturas hay muchas alas (y picos y garras y plumas…), pero volar no es tan frecuente; la mayoría se contentaba con el disfraz emplumado: por ejemplo, el culto a los hombres-pájaro de la isla de Pascua implicaba nadar de una isla a otra (serían, más bien, hombres-pingüino). En Grecia volaban los dioses y otras criaturas, pero, en todo caso, no encontramos nada parecido al mito de Dédalo e Ícaro. En su caso, no sólo no estamos ante figuras divinas con formas o capacidades aviarias, sino que en ellos vemos, por primera vez, la tensión dramática, la aspiración elevada del humano, el desafío al orden y el inevitable fracaso de la ambición.

Este mito ha sido la fuente de una gran cantidad de relatos sobre vuelos fantásticos. En 160 d.C., Luciano de Samósata escribe una sátira, Icaromenipo, en la que Menipo, imitando a Ícaro, decide conocer a los dioses y, con unas alas de plumas de buitre y de águila (aprendiendo del fracaso de su antecesor, que usó cera), vuela primero a la Luna y luego al Olimpo, donde termina expulsado por Zeus. Quizás el mayor visionario del vuelo humano fue Cyrano de Bergerac, autor de Histoire des Etats et Empires de la Lune (Historia de los Estados e Imperios de la Luna, 1657), seguida de Histoire des Etats et Empires du Soleil (Historia de los Estados e Imperios del Sol). En una serie de aventuras muy complicadas, los protagonistas son llevados a la luna y al otro lado del sol, volando en una canasta atada al cuello de un pájaro gigante.

Ilustración del vuelo de Cyrano colgado de un cóndor gigante

Otros casos célebres son Gulliver o el barón de Münchhausen, que se desplazaba llevado por bandadas de patos o a lomos de balas de cañón. Casi siempre, está ausente el componente trágico y suele dar pie a un utopismo crítico (Gulliver en la isla flotante de Laputa).


Gottfried Franz (1846-1905), el Barón de Münchhausen llevado por una bandada de patos, antes de 1896

La inspiración en el vuelo de Dédalo e Ícaro no sólo la encontramos en la literatura. Algunos hombres han desafiado los medios ajenos, las profundidades de las aguas y la amplitud del espacio. Trataban de ser émulos de Dédalo, pero no pasaron de terminar como Ícaro; otros, como Leonardo da Vinci, sólo lo imaginaron. Sabemos que Abbás Ibn Firnas había estudiado el vuelo de los pájaros y que, de resultas de sus cavilaciones, en el año 852, saltó desde alguna elevación (quizás desde lo alto del minarete de la Mezquita de Córdoba), pero su artilugio (unas alas de madera y seda con algunas plumas) no logró elevarlo, sólo ralentizó su caída. Se sucedieron varios intentos que lo dejaron maltrecho, pero su condición de pionero (¿del vuelo o del paracaídas?) le ha valido el privilegio de dar nombre al aeropuerto de Bagdad y a un cráter de la Luna.  

Monumento a Ibn Firnas, junto al aeropuerto de Bagdad

En la Gesta Regum Anglorum (“Hechos de los reyes ingleses”, c. 1125), de William de Malmesbury, el monje Eilmer de Malmesbury se puso alas en las manos y los pies y se lanzó desde una torre de la abadía, con lamentables resultados. En este caso, no ha dado nombre a un aeropuerto, sino a un modelo de mecánica de fluidos (que esperamos mejore la precisión del monje). Según la citada Gesta:

“Era un hombre instruido para aquellos tiempos, de avanzada edad, y en su primera juventud se había arriesgado a una hazaña de notable audacia. De alguna manera, no sé cómo, se había atado alas a las manos y a los pies para que, confundiendo la fábula con la verdad, pudiera volar como Dédalo, y, recogiendo la brisa en la cima de una torre, voló durante más de un estadio. [201 metros]. Pero agitado por la violencia del viento y el remolino del aire, así como por la conciencia de su temerario intento, cayó, se rompió ambas piernas y quedó cojo para siempre. Solía ​​relatar como causa de su fracaso el olvido de proveerse de cola.”

Vidriera conmemorativa del monje Eilmer, con sus alitas, en la abadía de Malmesbury, 1920

Otro famoso intento lo protagonizó el turco Hezarfen-Ahmed Celebi (1609-1640). Se cuenta que diseñó un artefacto hecho de plumas de águila y que, después de muchos intentos fallidos, hacia 1630 reunió el coraje para saltar desde la Torre Gálata, en Estambul. Ante los ojos asombrados del sultán Murad IV atravesó el Bósforo y aterrizó seguro en la orilla asiática (más de tres kilómetros, según el cronista). Si todo esto fuera cierto -improbablemente-, estaríamos ante el primer vuelo intercontinental. Para terminar de fantasear, se dice que el sultán le dio una bolsa de monedas de oro y le dijo: “Este es un hombre aterrador. Es capaz de hacer cualquier cosa que desee. No es correcto mantener a esa gente...” y lo desterró a Argelia, donde murió. También, claro, ha dado nombre a un aeropuerto turco.

Ruta del supuesto planeo que Hezarfen-Ahmed Celebi habría realizado desde el distrito de Gálata en Europa, al distrito de Üsküdar, en el lado asiático de Estambul

Ornitóptero humano, 1800-30, Litografía, Colección Tissandier de la Biblioteca del Congreso de los EE. UU. 
  

No haremos una historia de todos los soñadores, artistas e ingenieros que figuran en la prehistoria de la aviación; nos hemos conformado con citar a algunos de los que vieron en Dédalo -y en el mundo clásico- el núcleo de todo conocimiento, los hombros sobre los que elevarse para mejorar, desentendiéndose, eso sí, del destino de Ícaro. Sin embargo, el fin trágico del hijo es el verdadero protagonista del mito, y no el ingenio dedálico. Si la verdad es un cielo abierto, Ícaro, en su propio asalto a los cielos, es la elevación, el idealismo frente a la necedad de Narciso, su opuesto, que sólo mira hacia abajo, hacia su propio reflejo en el agua. Como contrapartida, es el deseo que comporta la tristeza suprema del que lucha por lo máximo y resulta derrotado.

"¡Oh, obra bendita de un espíritu glorioso, 

que obtienes una ganancia tan grande de un daño tan pequeño!,

¡Oh, bendita desgracia, llena de tanta ventaja

que da a los vencidos un porvenir victorioso!

...

El cielo fue su deseo, la mar su sepultura.

¿Hay más bello designio o tumba más fértil?"

(Philippe Desportes, 1546-1606, Icare)

Marc Chagall, La caída de Ícaro, 1975-77, Musée National d’art moderne Centre Georges Pompidou


De todas las representaciones del mito, la que más atención ha suscitado ha sido la de Pieter Bruegel, en su único cuadro de tema mitológico, Paisaje con la caída de Ícaro. El poema que Auden le dedicó en 1938 -recordando una visita al Museo de Bellas Artes, en Bruselas-, por más que magnífico, es un ejemplo de malinterpretación creativa. Para Auden, el tema central es la indiferencia, que sería una señal del fracaso de la humanidad (una idea que quizá fue reforzada por su reciente experiencia en la Guerra Civil española). Auden mezcla impresiones de diversas obras de Bruegel que vio en el museo y los últimos versos han condicionado la interpretación de la pintura durante décadas. El poema se llama Musée des Beaux-Arts:

“Sobre el sufrimiento nunca se equivocaron,

los viejos Maestros: qué bien entendieron

su lugar en el mundo de los hombres: cómo hace acto de presencia

mientras alguien come o abre una ventana o simplemente camina lentamente;

 cómo, mientras los ancianos esperan con reverencia y pasión

el nacimiento milagroso, siempre hay

niños que no deseaban especialmente que sucediera, patinando

en un estanque al borde del bosque:

nunca olvidaron

10   que incluso el terrible martirio debe correr su curso

no importa en qué rincón, en qué lugar desordenado

donde los perros continúan con su vida de perros y el caballo del torturador

rasca su trasero inocente en un árbol.

 

En el Ícaro de Brueghel, por ejemplo: cómo todo le vuelve la espalda

15   tranquilamente a la tragedia; el labrador pudo

haber oído el chapoteo, el grito de abandono,

pero para él no fue un fracaso importante; el sol brillaba

como tenía que hacerlo sobre las blancas piernas que desaparecían en el

agua verde, y la nave costosa y delicada que debía haber visto

20   algo asombroso, un niño cayendo del cielo,

tenía un lugar al que llegar y siguió su viaje tranquilamente.”

 

Leemos alusiones a otras obras que vio allí: El censo de Belén (versos 5 y 6), Paisaje invernal (versos 7 y 8), La matanza de los inocentes (versos 10 a 13), y dedica la última estrofa a la obra que nos interesa.

Pieter Bruegel, Paisaje con la caída de Ícaro, c. 1558, Museos Reales de Bellas Artes de Bélgica

Cuando William Carlos Williams escribió sobre la misma obra en su poema Paisaje con la caída de Ícaro, en 1962, coincidió con la visión de Auden:

“Según Brueghel

cuando Ícaro cayó

era primavera

un labrador araba

su campo

todo el esplendor

del año estaba

despierto vibrando

cerca

de la orilla del mar

ocupado

consigo mismo

sudando bajo el sol

que derritió

la cera de las alas

insignificante

frente a la costa

hubo

un chapuzón casi inadvertido

era Ícaro

que se ahogaba”

El manierismo del pintor relega el tema de la caída a un rincón, en la parte inferior derecha, donde sólo vemos las piernas de Ícaro cuando se hunde en el mar. Esta composición parece corroborar el motivo de la indiferencia.

El detalle de las piernas de Ícaro, sumergiéndose en el mar

El contraste entre la caída y la imperturbabilidad del labrador, el pescador y el pastor parece la clave de la pintura. Pero hay más elementos y más cuestiones: ¿a qué género pertenece el cuadro? ¿Cuál es su tema? En una visión global, como en otras obras del autor, el paisaje es muy importante como expresión de la totalidad del mundo.

Ovidio (Metamorfosis), escribe:

“A estos [Dédalo e Ícaro], alguien, cuando con su flexible caña intenta coger unos peces, o un pastor, en su cayado o uno que araba, en la esteva apoyado, los vio y se quedó atónito, y de ellos que los aires surcar podían pensó que eran dioses.”

Bruegel parece seguir el texto ovidiano, con todos sus personajes (labrador, pastor, pescador), pero sus testigos no perciben a los voladores. Ni siquiera sitúa en la obra a Dédalo, que sí está presente, en lo alto, en la copia que pintó algún discípulo unos años más tarde.

Seguidor de Bruegel, La caída de Ícaro, entre 1590 y 1595, Museo David y Alice van Buuren, Uccle, Bélgica. Dédalo aparece en la parte superior

Hay que decir que el tema no era aún muy frecuente en la literatura de la época. Sin embargo, tanto en los escritos clásicos como en los paleocristianos, el labrador era un modelo de laboriosidad, moderación e integridad moral. En las Geórgicas de Virgilio y en el segundo Epodo de Horacio, el arado era virtuoso y ello encontró su expresión más común en el arte neerlandés del siglo XVI, en las alegorías de la Paz, la Diligencia y la Esperanza. El tema del labrador -pacífico, por supuesto- se desarrolló a partir de la profecía de "convertir las espadas en rejas de arado" (Isaías, 2). A esto se unió la tradición clásica de la abundancia del campo y la armonía pastoral como imágenes de la paz y la prosperidad. Es de suponer que Bruegel quiso evocar este tipo de imágenes cuando pintó una espada envainada apartada del arado en la parte inferior izquierda de su Ícaro y colocó un cadáver entre los arbustos.

El puñal envainado que descansa sobre una roca junto a labrador


En el extremo izquierdo del cuadro se ve la cabeza de un cadáver entre los matorrales

El campesino del primer plano adquiere un contraste más rico y agudo con Ícaro de lo que se ha interpretado tradicionalmente. Si el vuelo acaba en una caída, las labores del labrador le conducen a la vida eterna. Esta antítesis nos permite descartar la tentadora analogía de Auden: suponiendo que Ícaro represente una tragedia ignorada por un mundo ciego y ensimismado, esa analogía pasa por alto la idea evangélica de que el labrador virtuoso debe atenerse a su trabajo (“Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el reino de Dios”, Lucas, 9, 62). Si mirara hacia atrás y viera a Ícaro ahogándose, no sería apto para la salvación. Si el conocimiento de la iconografía tradicional del labrador nos ayuda a ver el lado positivo de su carácter absorto, una mirada a la tradición clásica refuerza esta lectura y amplía el contraste del labrador con Ícaro.

En sus Tristia, Ovidio repite su desprecio tanto por el padre, Dédalo, como por el hijo, "pues ambos tenían alas falsas... uno debe permanecer en el lugar que le ha asignado la Fortuna". Al igual que Ovidio, Dion Crisóstomo (c. 40- c. 120) atacó la presunción de Dédalo al esforzarse por algo tan poco natural para el hombre como el vuelo. Luciano de Samósata, en sus Diálogos morales, menciona a Ícaro como ejemplo de ambición y orgullo insensatos:

“Acuérdate de la fábula de Dédalo, los Icaros hacendados, los inconsiderados ricos, que haciendo alas de su ambición y soberbia, fiados en la cera de sus riquezas, intentan escalar los grados más levantados, los puestos más pretendidos; caen más fácilmente en cien mil males…”

También el mito le sirve a Séneca, en su Hércules Oeteus (de atribución dudosa) y en Edipo, para advertir al lector contra la ambición y los excesos.

“Pero mientras el joven Ícaro se atrevía a rivalizar en vuelo con las aves verdaderas, miró hacia abajo sobre las alas de su padre y se elevó cerca del mismo sol, a un mar desconocido le dio su nombre. Para nuestra perdición, las grandes fortunas se equilibran con la ruina.” (Hércules Oeteus)

“Hasta que el hijo caído al mar empezó a agitar sus brazos embarazados por los estorbos con que se había cargado para emprender su audaz ascensión. ¡Todo lo que sobrepasa la justa medida queda suspendido sobre un precipicio!” (Edipo)

Ovide moralisé, c 1390, Lyon, Biblioteca Municipal, 0742 (0648), Folio 138 

Con estos contrastes elementales, el cuadro también habría sugerido a sus educados espectadores una de las cuestiones centrales del humanismo renacentista: qué era la naturaleza humana y cómo se relacionaba con el orden del mundo. La respuesta más conservadora, predominante en Europa central, se alineaba con Job 5:7: "El hombre ha nacido para trabajar y el pájaro para volar".

No se escamotea la fragilidad de la vida, que es corta pero todo debe continuar: Ícaro y el cadáver al fondo a la izquierda son la brevedad de la vida. Un proverbio flamenco dice: “Ningún arado se detiene porque un hombre muera”. Por otra parte, la presencia del barco, que no está en Ovidio,  se acomoda al texto del Eclesiastés.

“Envía tu grano por los mares, y a su tiempo recibirás ganancias. Coloca tus inversiones en varios lugares, porque no sabes qué riesgos podría haber más adelante. Cuando las nubes están cargadas, vienen las lluvias. Un árbol puede caer hacia el norte o hacia el sur, pero donde cae, allí queda. El agricultor que espera el clima perfecto nunca siembra; si contempla cada nube, nunca cosecha. Así como no puedes entender el rumbo que toma el viento ni el misterio de cómo crece un niño en el vientre de su madre, tampoco puedes entender cómo actúa Dios, quien hace todas las cosas. Siembra tu semilla por la mañana, y por la tarde no dejes de trabajar porque no sabes si la ganancia vendrá de una actividad o de la otra, o quizás de ambas.” (Eclesiastés, 11)

 

Wifredo Lam, sin título, 1953, litografía

Ícaro se muestra habitualmente como paradigma de quien no sabe su lugar en el mundo, de presunción y de hybris, ese pecado de orgullo que los dioses castigaban con especial dureza. Esta advertencia la reutiliza, irónicamente, Anne Sexton, en un poema afilado y poco cortés, “A un amigo cuyo trabajo ha llegado a triunfar": no te envanezcas, es su conclusión:

“Considera a Ícaro, pegando esas alas viscosas,

probando ese extraño tirón en su omóplato,

y piensa en ese primer momento impecable sobre el césped

del laberinto. Piensa en la transformación que supuso.

Allí abajo están los árboles, tan torpes como camellos;

y aquí están los sorprendidos estorninos que pasan animando

y piensan que el inocente Ícaro lo está haciendo bastante bien.

Más ancho que una vela, sobre la niebla y la ráfaga

del aterciopelado océano, va. Admira sus alas.

Siente el fuego en su cuello y mira indolente

hacia arriba y, cautivado, se precipita haciendo un túnel

en ese ojo abrasador. ¿A quién le importa que haya caído al mar?

Míralo aclamar al sol y descender en picado

mientras su sensato papá va directo a la ciudad.”


Isla griega de Icaria, en el Egeo, bautizada así por Dédalo en honor a su hijo Ícaro, que se ahogó en sus aguas. Este pudo ser su epitafio:

"Aquí cayó Ícaro, el joven audaz,
que tuvo el coraje suficiente para volar al Cielo"

(Philippe Desportes, 1546-1606, Icare)

Emily Dickinson ofrece otra forma, más valiente, de contemplar la elevación, libre del miedo a aspirar a lo más alto, despreciando la pesadez de la materia. Podemos imaginar a Ícaro en este poema:

"Con Alas de Desdén
puede el alma volar más lejos
que otra pluma descrita
por la Ornitología —
Eleva esta sórdida Carne
lejos de su embotado control
y durante su eléctrica tormenta —
el cuerpo es un alma —
que ordena por sí misma —
Costaría tan poco —
deshacerse de estos hilos
por la inmortalidad —"










 

















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