EL PRIMER PINGÜINO EN LLEGAR...Y EN IRSE
Fachada posterior, con sus siete patios, de la Ménagerie (zoológico) de Versalles, que floreció
durante el reinado de Luis XIV (1643-1715), en un grabado de Pierre Aveline. De
izquierda a derecha encontramos: el “barrio” de las cigüeñas; el “barrio” de las
damiselas, llamado así por las grullas númidas que allí estaban, que incluía un aviario al
fondo; el patio de los pelícanos, con aves africanas y asiáticas y aves
acuáticas; el Rond d'eau, llamado así por su estanque circular central, que en la imagen no se ve,
tapado por los árboles; el patio de los avestruces, que incluía jaulas para águilas;
el patio de los pájaros; y el más grande, el de las palomas y “les belles
poules” y otras aves de corral. En el extremo izquierdo puede verse el gran
canal, por donde llegaba la flotilla en la que el rey llevaba a sus invitados, con
toda la pompa, a visitar la Ménagerie
La Ménagerie de Versalles, el primer modelo de las futuras “casas de
fieras”, fue encargada por Luis XIV a Louis Le Vau en 1662, quien la terminó, en lo
esencial, dos años después, aunque las obras siguieron hasta 1668. Para esta
tipología no había más antecedente que los grabados que trataban de reproducir
el aviario que Varrón había descrito en su Res
rusticae (37 a.C.). Inspirado en el autor latino, Le Vau ideó una rotonda
octogonal central con una sala de descanso para el rey y sus invitados y un
balcón corrido para contemplar, con una sola mirada, los siete patios o "barrios". Había anexos
para animales de caza (ciervos, jabalíes, faisanes…) y una lechería (que se
hizo cuando el rey cedió el conjunto, en 1698, a su nuera, Adelaida de Saboya);
también, animales raros, algunos de ellos regalos diplomáticos: un elefante (del
rey de Portugal), un casuario (del gobernador de Madagascar), un rinoceronte, tigres,
leones…Se cuentan, hasta 1694, cuarenta y un viajes para buscar animales, en los
que se gastó una fortuna.
Para la corte pudo ser sólo un
decorado, pero esa colección de animales era frecuentada también por todo tipo
de estudiosos, cirujanos, zoólogos, taxidermistas y, por supuesto, por pintores
de animales en busca de modelos. También la burguesía e incluso la gente del común
tenía la libertad de admirar los animales del Rey, al principio sólo cuando
Luis XIV no estaba en Versalles. Conocemos dos de estas visitas, en 1669: la de Madelaine de Scudéry y la de La Fontaine, que la vieron recién terminada y fueron los primeros en describirla. La
Fontaine, en su novela Psique, relata que sus personajes, tras enterarse
de
“que había nuevos adornos en Versalles [...] quisieron ver [...] la Ménagerie:
es un lugar lleno de varias clases de pájaros y cuadrúpedos, la mayoría de
ellos muy raros y procedentes de países lejanos. Admiraban el número de
especies en que se multiplicaba una sola especie de ave, y alababan el
artificio y las diversas imaginaciones de la naturaleza, que juega con los
animales como lo hace con las flores. Lo que más les agradaba eran las grullas
de Numidia y ciertas aves de pesca que tienen un pico extremadamente largo, con
una piel debajo que les sirve de bolsa. Su plumaje es blanco, pero un blanco
más claro que el de los cisnes; incluso de cerca parece carnoso, tornándose
rosado hacia la raíz. No hay nada más bello. Es una especie de cormorán.”
Esta descripción tan lírica refleja
la idea de que esta casa de fieras albergaba únicamente animales pacíficos. En
este sentido, Luis XIV habría sido el promotor de un modelo zoológico
totalmente nuevo, haciendo de la Ménagerie un “teatro de la civilidad”,
una especie de imagen pulida de la corte en contraste con el bosque de
Vincennes, “teatro de lo salvaje”, porque era el espacio de la brutalidad de la
caza.
Pierre Boel, dibujante, y Gérard Scotin, grabador, Aves de la colección de Versalles, París, BNF. Al fondo puede verse el edificio del mirador
Durante los años de su existencia, la casa de fieras de Versalles sirvió tanto para la magnificencia del gran Rey como la diversión del pueblo, al mismo tiempo que contribuyó al progreso de las ciencias zoológicas. En aquella época, sin embargo, la filosofía apoyaba poco los estudios de historia natural. Jansenius condenó “la búsqueda de los secretos de la naturaleza como una curiosidad inútil, indiscreta, una concupiscencia de la mente”. Y Malebranche escribió: “Los hombres no están hechos para considerar mosquitos y no aprobamos el trabajo que algunas personas se han tomado para enseñarnos cómo se hacen ciertos insectos y la transformación de los gusanos. Está permitido divertirse haciendo esto cuando no se tiene nada que hacer”.
Como eran tantos los animales que
morían, las disecciones permitieron dibujar y grabar muchos detalles anatómicos
y Claude Perrault pudo escribir e ilustrar cuarenta monografías sobre animales
salvajes que se publicaron sucesivamente a partir de 1671, bajo el título Memoires
pour servir à l’Histoire naturelle des Animaux.
Frontispicio
de la obra de Claude Perrault, Memoires pour servir à l’Histoire
naturelle des Animaux, BNF. Puede verse a los estudiosos presentando sus
trabajos al rey, con los jardines de Versalles al fondo
Los primeros animales llegaron a Versalles en 1664. El rey ordenó que en cuanto un animal llegara a la Ménagerie debía ser dibujado por Pieter Boel o Nicolas Robert. Gracias a los magníficos dibujos del primero, muchos destinados a los cartones de la serie Les Mois ou Maisons royales, encargados por Le Brun en 1668 para los tapices de la fábrica de los Gobelinos, podemos tener una idea más precisa de los habitantes de la Ménagerie. Ésta desapareció durante la Revolución Francesa, aunque antes ya había sido casi abandonada desde la muerte de Luis XIV: Luis XV y Luis XVI no tuvieron interés en ella y en 1793 se atestiguan unos pocos animales que vagaban libremente entre sus restos.
Un tapiz de la “Tenture des Mois ou des Maisons Royales”, diseñada por Charles Le Brun, que representa el mes de mayo y, al fondo, el Château Neuf de Saint-Germain-en-Laye. En primer plano, algunas de los animales que Boel copió en Versalles; de izquierda a derecha: un guacamayo, un águila devorando una paloma, una gacela y un lince devorando una urraca
En un rincón de alguno de los
siete patios languidecía aquel al que llamaremos “el primer
pingüino”. Su sitio había estado junto al mar, arrostrando los vientos del
Atlántico norte, o siguiendo las corrientes que le llevaban tras los bancos de
capelanes y arenques. Privado del vuelo, lo poco que le quedaba de vida lo pasaba,
entre adormecido y asustado, entre formas y sonidos que no podía interpretar.
Capturado en algún lugar de Europa septentrional o de la “Nueva Francia” (el
virreinato americano cuya capital era Québec) fue llevado a Versalles para
decorar el paraíso artificial del Rey Sol.
Nicolas Robert, nombrado “pintor de miniaturas” de Luis XIV, fue el encargado de la colección de vitelas para la biblioteca del rey, el célebre Recueil des vélins, con un impresionante despliegue de plantas y animales. Hacia 1666 retrató a ese primer pingüino encerrado en Versalles, la primera representación en color del ave que hoy que nos es conocida como "alca gigante" (Pinguinus impennis).
Nicolas Robert,
ilustración del alca gigante, c. 1666-1670, de las vitelas de la colección
real, Museo Nacional de Historia Natural, Francia. Aquí aparece clasificado
como "Mergus americanus" (Pingouin d’Amérique), el primer nombre binomial que se
le dio, antes del definitivo
Nicolas Robert, Receüil de'oyseaux les plus rares tirez de la menagerie royalle du Parc de Versailles, 1640/1700. Biblioteca Histórica de la Universidad Complutense de Madrid. En este grabado se muestran diversas aves que, supuestamente, estaban en la casa de fieras de Versalles: en primer plano, un frailecillo; detrás, tres alcas gigantes, dos nadando y otra, a la derecha, en la orilla
De los “barrios” de la Ménagerie, el “Rond d’eau”, el de los pelícanos y la pajarera eran los que pudieron acoger al “primer pingüino” porque tenían estanque; el último tuvo, por lo que sabemos, aves marinas. Si nos atrevemos a llamar al alca gigante “el primer pingüino” es porque los europeos lo llamaron así, pingüino, antes de que conocieran a las aves del extremo sur del globo y les aplicaran también ese nombre (salvo en francés, donde a los pájaros australes se les llama también “manchots”, “mancos”, por sus alas casi inexistentes, y se sigue llamando “pingouin” al alca). Buffon fue el primero en comprender que el alca gigante y los pingüinos australes no tenían nada que ver entre sí y propuso ese nombre francés, “manchot”, para los del sur, pero sin éxito. Al principio se clasificó como Mergus americanus (mergus es un genérico latino para las aves acuáticas) y Linneo lo llamó Alca impennis. Fue Charles Lucien Bonaparte, el ornitólogo, sobrino del Emperador francés, el que propuso, en 1856, el término Pinguinus impennis; “Pinguinus” ya se había usado antes y era, por tanto, el pingüino original. Los naturalistas lo llamaron así derivando su nombre del latín Pingus (“grasa”: pinguinus sería “grasiento”). El segundo término del nombre binomial, impennis (“sin alas”), hace referencia a la incapacidad para volar de sus pequeñas alas (en el idioma del pueblo inuit se le llamaba isarukitsok, “ala pequeña”). El nombre común, Alca, deriva del islandés y del noruego antiguo Alka. No falta quien quiere darle una etimología distinta, del galés pen gwyn (“cabeza blanca”), pero creemos que esa teoría se debe sólo a la homofonía y al prestigio actual de las lenguas tribales en detrimento de las comunes, como el latín. El alca gigante fue el último pájaro salvaje no volador conocido en el hemisferio norte y su similitud, por su aspecto y su forma de vida, con los pingüinos antárticos llevó a una confusión taxonómica y a que le usurparan el nombre. Estos juegos de espejos lingüísticos han partido, pues, del parecido morfológico entre alcas gigantes (familia Alcidae) y pingüinos (familia Spheniscidae), pese a que no tienen ningún parentesco y sólo es un caso más de evolución convergente, de dos caminos distintos que conducen, por adaptación a entornos similares, a una misma meta (como pasa, por ejemplo, con el cuerpo de los delfines y el de los ictiosaurios, o con las aletas de las ballenas y de los peces). Por lo tanto, el alca gigante no es un pingüino, es el pingüino, el original.
Archibald Thorburn, la familia de las Alcidae, con araos, frailecillos y varias especies de alcas. El alca gigante está en el centro
Charles de L'Ecluse (Carolus
Clusius), médico y botánico, además de poner las bases del estudio de los
tulipanes, publicó dos obras importantes, su Rariorum plantarum Historia (1601), donde describe unas cien nuevas
especies de plantas, y su Exoticorum libri
decem (1605), que no se limita a la flora exótica, sino que describe varias
especies animales que pudo obtener gracias a que vivía en Leiden, donde accedía
a las mercancías que llegaban a los Países Bajos desde ultramar. Describe
varias especies nuevas, como el casuario, varias clases de loros, el pingüino
de Magallanes, el ibis rojo y muchas otras entre las que estaba el alca gigante.
Declara haber copiado este pájaro de un dibujo que recibió del naturalista
Jacques Plateau, que tenía un gabinete de curiosidades en Tournai; Plateau
debió de recibir el ejemplar en 1604 de un médico alemán que exploraba las
islas Feroe y que lo llamó Goirfugel
(en danés se llama Gejrfugl; en
noruego e islandés, Geirfugl, que significa "pájaro-lanza", por su pico).
L’Ecluse lo llamó Mergus americanus.
Charles de L'Ecluse, Exoticorum
Libri Decem, 1605. Grabado y descripción del alca gigante, llamado entonces
Mergus americanus
Se conoce un dibujo algo
posterior, de un grabador londinense, Daniel King, con la leyenda: "Este tipo de aves se encuentra en la Isla de
Man".
Daniel King, dibujo de un alca gigante, c. 1643-1651, Biblioteca Británica
Hoy sólo podemos ver las alcas
gigantes disecadas, expuestas en las vitrinas de los museos de Historia
Natural. Las dos últimas de las que se tiene noticia fueron cazadas el 4
junio de 1844, en Eldey, un islote rocoso a trece kilómetros al suroeste de
Islandia en el que los últimos especímenes se habían refugiado tras la gran
erupción volcánica de 1830 que los expulsó de su lugar de anidamiento habitual en otra isla cercana. El final de esta ave, que se convirtió en un mito, abrió una
ventana sobre el tema de la extinción porque, como se lee en una placa junto a
un espécimen en el museo de Harvard, “no hay especies sobre la Tierra de las
que se sepa la fecha precisa de su extinción, excepto, quizás, el alca gigante”.
Hasta su caza masiva debió de tener una población grande y relativamente
estable, pero los ornitólogos han calculado que una captura anual del cinco al
siete por ciento de los ejemplares, teniendo en cuenta su baja tasa de
reproducción (sólo ponían un huevo al año), hacía inevitable su extinción en un plazo de trescientos
cincuenta años.
Todd
McGrain, monumento al alca gigante mirando hacia el islote de Eldey, (foto de
Reykholt - Own work, CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=59088340).
Es parte del proyecto del escultor sobre aves perdidas, ”Lost birds”
En Eldey escaseaban de forma alarmante: se
capturaron veinte en 1830, trece en 1833, nueve en 1834 y cuatro en 1840. Los
dos cazadores que estrangularon allí a la última pareja, y rompieron,
accidentalmente, su huevo (una pena para ellos, porque se cotizaban mucho),
llegaron al islote por encargo de un coleccionista danés que ofrecía cien
coronas por una piel nueva (el sueldo de un año de un trabajador cualificado).
Se ha especulado mucho si el espécimen del museo de Copenhague es uno de ellos;
quizás sea más posible atribuir a la referida pareja la propiedad de algunas de
las vísceras que allí se conservan. Hubo una larga controversia por saber a
quién atribuir la muerte de esos ejemplares, incluso por la seguridad de que
fueran los últimos: se declararon avistamientos posteriores a esa fecha hasta
que el relato de un capitán islandés, que afirmó, sin ninguna fiabilidad, haber
visto dos en 1869, dio por cerrados los testimonios sobre esta ave. El naturalista Alfred
Newton, obsesionado con el alca gigante, tenía la esperanza de que subsistiera
al norte del Círculo Polar Ártico, por simetría con la antípoda austral, pero
nunca fue un ave ártica sino noratlántica.
Antiguo logo del Museo Zoológico de la Universidad de Copenhague. A la derecha, los corazones de la última pareja de alcas gigantes, cazadas en 1844
Izquierda, el Alca gigante del Museo de Historia Natural de Copenhague; a la derecha, el del Museo de Historia natural de Los Ángeles. Ambos ejemplares rivalizan por ser alguna de las dos últimas alcas vivas
La extinción de especies no era
un concepto que estuviera presente en el naturalismo hasta bien entrado el
siglo XIX: la palabra “extinción” se usaba más bien para referirse a la
desaparición de familias o pueblos. Linneo pensaba que las especies se
perpetuaban indefinidamente, aunque Cuvier, en 1812, ya hablaba de “especies prehistóricas”. Fue Darwin el
primero en usarla aplicada a la vida, pero referida a la falta de adaptación,
no como consecuencia de la actividad humana.
Los restos encontrados permiten
deducir su presencia en torno a las costas del Atlántico norte, donde se movían
para pescar, incluso en el Mediterráneo occidental. En 1991 se descubrió la
cueva de Cosquer, cerca de Marsella, con pinturas datadas entre 33.000 y 19.000 ap.,
donde hay un dibujo que parece un alca gigante. Otras pinturas y grabados
paleolíticos podrían representarla también.
Pintura de una posible
alca gigante en la cueva de Cosquer
A la izquierda, calco de pájaro grabado en la cueva de Ganties-Montespan; a la derecha, otra ave en la cueva des Trois-Freres. Se especula que podrían corresponder a alcas gigantes
A la izquierda, grabado
de la cueva de Aitzbitarte III, Guipúzcoa; sobre él se muestra el calco. A la
derecha, calco de un grabado de la cueva de El Pendo, Cantabria, la primera representación de un ave en el Paleolítico, encontrada en 1907
Relieve de la cueva de La Pasiega, Cantabria. El artista aprovechó la forma de la pared y pintó encima algunos detalles. A la derecha, el calco. Se ha interpretado como un alca
Fue cazado desde siempre por las
comunidades locales, necesitadas de carne y grasa. Sus huevos eran también muy
deseados, más aún cuando los coleccionistas pagaron por ellos.
Dibujo
de un manuscrito islandés de 1770 que representa la captura de alcas gigantes
desde unas barcas usando una red de cerco, algo parecido a las almadrabas
Un
dibujo de 1868 del artista y cazador groenlandés Aron Kangeq (1822-69), que
llegó a capturarlas usando una piragua. Museo Nacional de Groenlandia
Un dibujo de 1831 de George Dawson Rowley que muestra a mujeres islandesas desplumando alcas gigantes y vaciando los huevos. La escena la contempló cuatro décadas antes
Fue la llegada de los
exploradores y pescadores europeos lo que dio comienzo a su decadencia. La
concentración de sus zonas de cría en unas pocas islas, aunque remotas, y el hecho
de que sólo pusieran un huevo al año facilitaron su extinción. Sus nidos, al
contrario que los de otras aves marinas, eran fácilmente accesibles porque no
podían volar y permanecían en las zonas bajas de las islas. Los últimos lugares
en que se los vio con vida fueron la isla Funk, al norte de Terranova; Saint
Kilda, al noroeste de Escocia, y la citada Eldey, en Islandia.
Áreas de la supuesta distribución del alca gigante. En amarillo, las
dos localizaciones más relevantes: Funk Island, porque fue la colonia más
numerosa conocida; Eldey, por ser el último lugar donde se vieron.
Históricamente se conocen nueve islas donde criaban: tres en Newfoundland (la
provincia de Terranova y Labrador), una en el extremo sur de Groenlandia, dos
en el suroeste de Islandia y otras tres al norte de Inglaterra (una en las
Feroe, otra en las Orcadas y otra en las Hébridas)
La isla de Saint Kilda los vio
por última vez en 1821 (aunque la fecha es dudosa, porque el relato de los
hechos es muy posterior), cuando unos pescadores capturaron un ejemplar vivo.
Una vez en el barco, se desató una tormenta que, unida a los gritos estridentes
del pájaro, hizo que se despertara la superstición de los hombres, quienes,
pensando que sería la encarnación de una bruja, decidieron matarlo a golpes
para calmar a los elementos.
De los nueve lugares de
anidamiento conocidos en la historia moderna, la isla de Funk, al norte de
Terranova, era el que contaba con una colonia más numerosa. Atraídos por el
bacalao de sus aguas, los barcos empezaron a llegar asiduamente: a fines del
siglo XVI pescaron allí más de cuatrocientos barcos, la mayoría vascos y
franceses. Necesitados de carne y de grasa para sus lámparas, el alca gigante
era una presa fácil en verano, cuando llegaba a tierra para anidar. Richard
Whitbourne, colono inglés en Terranova, decía que estas aves subían solas por
las rampas a los barcos, “Dios las hizo inocentes”. El testimonio más
antiguo es el del explorador francés Jacques Cartier que relata una visita a la
isla en 1534, cuando capturaron más de un millar:
“Nuestros dos botes fueron enviados a la isla para coger algunos
pájaros, cuyo número era tan grande que resulta increíble…Algunos son grandes
como gansos, negros y blancos y con un pico como los cuervos…y tienen tanta
grasa que resulta maravilloso.”
El alca gigante representado por John Gould, Birds of Gretat Britain, 1873
Richard Hore fue uno de los
primeros exploradores en recorrer Terranova, en 1536; según un relato de 1589
de Richard Hakluyt (que se entrevistó con los últimos supervivientes del viaje de Hore) comieron allí muchas aves, parece que alcas gigantes (las describe como
blanquinegras, grandes como gansos), antes de pasar tal escasez que hoy existen sospechas
de que recurrieron al canibalismo para sobrevivir.
“...y nunca tocaron tierra
hasta que llegaron a un lugar e las Indias Occidentales cercano a Cabo
Bretón...hasta que llegaron a la isla de los Pingüinos, que está totalmente
llena de rocas; anduvieron por ella y la encontraron repleta de aves blancas y
grises, grandes como gansos, y vieron una cantidad infinita de huevos. En sus
botes llevaron gran número de aves a los buques y tomaron muchos de sus huevos.”
Con el tiempo también fueron
cazados por sus plumas, usadas para rellenar colchones. Los pájaros eran
pastoreados hasta unos cercados de piedra, donde se les mataba para luego
escaldarlos en agua hirviendo para desplumarlos; si su carne ya no interesaba,
sus cuerpos eran usados como combustible para hervir el agua. Así, hacia 1800
debieron de desaparecer en toda Newfoundland.
Cuaderno escolar de un chico llamado Abraham Russell, ilustrado con un alca gigante, 1793. Parece que lo copió de una guía de navegación. Museo Ballenero de New Bedford, Massachusetts. Llama al ave “sea woggin”, un término del argot marinero
Aunque fue en Funk Island donde debió de existir la colonia
más numerosa, Audubon, en su obra de 1838 (Birds
of America), dijo que ya era raro en toda Newfounland; de hecho, nunca vio
uno vivo porque llevaba más de tres décadas extinto allí y lo dibujó
basándose en algún ejemplar disecado que debió de ver en Inglaterra. Cuando
visitó la isla en 1833 la comparó con un paisaje nevado por la cantidad de aves
que anidaban, aunque no había alcas gigantes (en 1597, el corsario Charles
Leigh tuvo una visión similar: dijo que parecía pavimentada de blanco y el
suelo no podía verse). Hoy, el granito es como un conjunto de losas sepulcrales
que parecen señalar los restos de aquellas aves.
“Cuando estaba en Labrador, muchos pescadores me aseguraron que el pingüino se reproducía en los bajos de las islas rocosas al sureste de Terranova…Un viejo cazador de Chelsea Beach, cerca de Boston, me contó que recordaba perfectamente la época en que los pingüinos eran numerosos en torno a Nahant y otras islas de la bahía”. (J.J.-Audubon)
El alca gigante, John James Audubon, Birds of America, 1827-1838
Otro monumento de Todd McGrain al alca gigante, esta vez en Funk Island
The English pilot, una guía de
navegación cuyos volúmenes se publicaron entre 1689 y 1794, dedica su cuarto
volumen, de 1716, a la descripción de “las
Indias occidentales, desde la bahía de Hudson al río Amazonas”. Allí
encontramos una descripción del ave y un dibujo. Las considera unas aves aún
muy abundantes, indicadoras de los bancos de peces y de la cercanía de la costa.
Grabado de la gran
alca en la edición de 1716 de "The English pilot", publicada por John Seller, editor
de mapas
En 1785, George Cartwright (Diario de transacciones y sucesos durante su estancia de casi dieciséis
años en la costa de Labrador), advertía lo siguiente:
"Las aves
que la gente trae de la Isla Funk las salan y se las comen como carne de cerdo
salada. Los habitantes pobres de la isla de Fogo hacen viajes hasta allí para
cargarse de aves y huevos. Cuando las aguas están tranquilas, acercan la chalupa
a la orilla desde la borda del barco hasta las rocas, y luego suben muchos
pingüinos a bordo, ya que las alas de estas aves son muy cortas y no pueden
volar. Pero ha sido costumbre en los últimos años que varias tripulaciones de
hombres vivan todo el verano en esa isla, con el único propósito de matar
pájaros por sus plumas; la destrucción que han provocado es increíble. Si no se
pone fin pronto a esa práctica, toda la fauna se reducirá a casi nada,
especialmente los pingüinos, ya que ésta es ahora la única isla que les queda
para vivir”.
En 1890, Frederic. A. Lucas publicó el relato de la
expedición que hizo a la isla poco antes, en 1887. En 1863, una cuadrilla que
recolectaba guano había encontrado tantos huesos que pudieron reconstruir tres
esqueletos completos. Lucas constató que la enorme cantidad de restos de todo
tipo de aves había servido de abono para desarrollar una mínima cobertera
vegetal en una parte de la isla, aunque los indicios de pollos eran mínimos por
causa de la recolección de huevos. De resultas de esa expedición publicó
también, en la revista Popular Science
Monthly (vol. 33, agosto de 1888), un artículo titulado “El hogar de la gran alca”, donde dice:
“El destino de
la gran alca en su hogar del Nuevo Mundo es bien conocido; cómo fue sacrificada por su carne, sacrificada por sus plumas, sacrificada por el mero amor
desenfrenado de destrucción, hasta que después de casi tres siglos de
persecución, la última gran alca desapareció de la faz de la Tierra.”
Vista
aérea de Funk Island. Como se ve, la isla es muy accesible, sin acantilados
elevados, lo que facilitó que desaparecieran todas las aves que allí anidaban,
no sólo las alcas gigantes. La escasa hierba ha crecido sobre el fertilizante
formado por la gran cantidad de huesos y guano
En 1907, Walter Rothschild publicó un triste libro, Extinct birds (“Aves extintas”), en el
que hace un repaso por más cien especies desaparecidas en tiempos históricos.
Afirma que en ese momento se conservaban unas ochenta pieles de la gran alca,
veintisiete esqueletos, setenta y tres huevos y un número indeterminado de
huesos. Él mismo dice tener tres ejemplares en su museo (Museo de Historia
Natural de Tring, en Hertfordshire), entre ellos la última alca gigante de las
Islas Británicas, cazada en las las Hébridas.
A la izquierda, grabado del alca gigante en Extinct birds, de Walter Rotschild, 1907. A la derecha, el ejemplar del Tring Museum, la última alca gigante británica
El frontispicio del Museum Wormianum que representa el gabinete de
curiosidades de Wormius, 1655. Señalada en rojo está el alca gigante
El coleccionismo y la curiosidad
por esta ave fue creciendo a medida que se volvía más rara. Ya en el siglo XVI,
cuando el acceso a las regiones remotas del norte del Atlántico la dio a
conocer entre los sabios europeos, el alca gigante entró en los gabinetes de
curiosidades, como hemos visto más arriba. El primer caso que conocemos que
haya sido copiado de un ejemplar vivo (y el tercer dibujo conocido, tras los
que hemos visto de L’Ecluse y King) es el del Museum Wormianum, una publicación de maravillas naturales del danés
Ole Worm (latinizado como Olaus Wormius), que se publicó un año después de su
muerte, en 1655. Su subtítulo es muy representativo de su contenido: Historia de las cosas más raras, tanto
naturales como artificiales, tanto de las domésticas como de las exóticas.
Parece que Wormius tuvo tres ejemplares vivos, y uno de ellos, procedente de
las islas Feroe, terminó en su gabinete de maravillas: es la primera representación dibujada a partir un ave viva.
La única ilustración conocida de un alca gigante dibujada del natural, la mascota de Oleus Wormius, recibida de las Islas Feroe, que figura en su libro Museum Wormianum
El alca gigante adquirió un carácter mítico una vez que se
confirmó su desaparición. En 1858, el ornitólogo Alfred Newton y el naturalista
John Wolley, interesados por la información de Wormius, emprendieron un viaje a
Islandia con la esperanza de recoger algún ejemplar. Firmaron un contrato con
cazadores locales para hacerse con huevos, pieles y cuerpos completos, pero no
encontraron ninguno y las referencias que les dieron les llevó a pensar en la
extinción. Newton, que luego abogaría por el proteccionismo, quería un alca
para que viviera en un tanque de agua en el zoo de Londres. Wolley era un
obseso de los huevos (“el señor de los
huevos” lo llamaron los lapones, cuyas regiones recorrió en busca de sus
tesoros), de los que coleccionó más de diez mil, la mayoría del Atlántico
Norte, reunidos en su Ootheca Wolleyana.
Dibujo de un huevo de alca gigante, realizado por Henrik Grönvold de la "Ootheca Wolleyana", Museo de Historia Natural de Londres, procedente de la donación de John Wolley
El coleccionismo de huevos de
alca gigante se convirtió en una manía decimonónica, con precios crecientes a
medida que se volvían escasos. La
cotización pasó de tres o cuatro chelines por huevo (un chelín era la vigésima
parte de una libra), a ocho o nueve libras en 1847 y más de doscientas en 1889.
Los registros de las casas de subastas nos dan detalles interesantes: en 1869
se pagaron sesenta y cuatro libras por un huevo y noventa y cuatro por un ave
disecada; en 1895, trescientas cincuenta por un conjunto de ave más huevo; en
1902, trescientas quince libras por un ave; en 1934, alguien pagó mil
seiscientas cincuenta libras por dos ejemplares disecados y seis huevos se
adjudicaron entre doscientas y seiscientas libras, según su estado. La casa
Steven’s fue la que ofrecía más subastas de este tipo, y sus libros permiten
ver que sus huevos de alca gigante pasaron de treinta libras en 1850 a
trescientas cincuenta en 1900. Las pocas pieles que se conservaban de las
últimas alcas gigantes se pagaban a precio de oro, hasta doscientos mil dólares
a principios del siglo XX, así que no faltaban las falsificaciones: el Museo de
Darmstadt estaba orgulloso de una de ellas hasta que se descubrió que era un
montaje hecho con plumas de otras especies.
Muestra
de huevos de alca gigante del museo Tring de Historia natural
Imagen del alca gigante y del huevo que se adjudicaron en la subasta de Steven’s rooms, el 23 de abril de 1895. El ave fue comprada por 350 libras por el Royal Scottish Museum de Edimburgo y el huevo fue comprado por un particular por 189 libras. Imagen tomada del libro de Thomas Parkin, “El alca gigante. Registro de ventas de aves y huevos en subastas públicas de Gran Bretaña de 1806 a 1910” (1911)
El capitán Vivian Hewitt (el primer piloto que voló entre
Inglaterra e Irlanda, en 1912) fue el mayor coleccionista privado de aves
disecadas y huevos, especialmente de alcas gigantes: reunió cuatro ejemplares
disecados y trece huevos, que consideraba la joya de su enorme colección, que
creció de forma incontrolable y obsesiva.
“Habría
sido tan fácil construir una habitación especial con vitrinas, donde podría
haber tabulado sus especímenes y exhibirlos con orgullo. Pero no, estaban
escondidos en todos los rincones imaginables e inverosímiles (...) Su
dormitorio, así como los pasillos, estaban repletos de innumerables cajas, y
todos los cajones disponibles estaban igualmente abarrotados. Él mismo tenía la
extraña habilidad de poner la mano en la caja que necesitaba, pero nunca
parecía tener la inclinación de mostrar sus mercancías a nadie...” (Hywel, W.,
Modest Millionaire, A Biography of Vivian Hewitt, 1973)
La casa de subastas Steven’s, en Covent Garden, en 1934, donde Hewitt compró dos grandes alcas disecadas. Se le puede ver de pie, de negro, al fondo de la imagen. El empleado de la izquierda tiene delante un ejemplar de alca gigante
El carácter mítico que adquirió el alca gigante alimentó mucho más
que el coleccionismo. ¿Podía un ave incapaz de comparecer ante nuestros ojos,
sin colorido, sin una presencia elegante, sin la ligereza del vuelo, sin el
brillo de un plumaje desplegado, ser merecedora del interés de la orfebrería
para producir una joya delicada? La respuesta la dio el rey Eduardo VII quien,
quizás contagiado por la fiebre ornitológica de su época, encargó a Peter Carl Fabergé una
pequeña figura de alca gigante que el joyero elaboró con cristal de roca y ojos de rubíes, en
1900. No consta que el asunto le inspirara al joyero uno de sus famosos
huevos de Pascua…y lo tenía fácil.
Me ha recordado la historia del Dodo. Muy interesante , un saludo, Adela
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