EL AVE DE DIOS
“Pero observemos ahora, hacia las ricas Molucas, esos extraños y
maravillosos pájaros… Nadie conoce su nido, nadie conoce la madre que los cría;
viven sin alimento; porque solo el aire los alimenta; vuelan sin alas; y sin
embargo su vuelo se extiende, hasta que con su vuelo termina su desconocida
fecha de vida”.
(Jean Baptiste
Tavernier, Los seis viajes de Jean
Baptiste Tavernier…, 1676)
John Gould, Paradisaea apoda en “The birds of New Guinea and the adjacent Papuan islands”, entre 1875 y 1888
La escena tuvo lugar el 6 de
octubre de 1522. Juan Sebastián Elcano estaba en Valladolid para rendir cuentas
ante Carlos V del viaje de circunnavegación del mundo que concibió Magallanes y que había
concluido un mes antes, cuando arribó a Sanlúcar la nao Victoria con los dieciocho supervivientes (de los 247 que partieron
tres años antes). El navegante llevaba consigo algunos presentes y, entre
ellos, varios ejemplares de unas extrañas aves disecadas, regalo del rey de
Bachian, en las Molucas. Más que aves, parecían una composición de plumas con
una cabeza de pájaro en el extremo. Uno de los acompañantes de Elcano era
Antonio Pigafetta, que fue el cronista de ese viaje extraordinario. En su
relato correspondiente al 17 de diciembre de 1521, Pigafetta describe el regalo
del rey de la isla de Bachian (hoy, Bacan):
“Entregó para el rey de España, un siervo, dos bahar de clavo (dábanos
diez, pero las carabelas, por exceso de carga, no los pudieron aceptar), y dos
pájaros muertos bellísimos. Esos pájaros tienen el cuerpo de los tordos, cabeza
pequeña y pico largo, de a palmo las piernas y delgadas cual una pluma de
escribir. No disponen de alas, sino, en su lugar, de dos suertes de grandes
penachos de plumas largas multicolores. La cola vuelve a ser como la del tordo,
y todas las plumas no mencionadas, de color moreno. Sólo vuelan cuando sopla el
aire. Dijéronnos que tales pájaros
procedían del paraíso terrenal, por lo que los llamaban bolon dinata, o sea ‘pájaros
de Dios’".
Mapa
de las Islas Molucas septentrionales, por Willem Blaeu, 1640-43. La isla de
Bachian queda fuera de la zona cartografiada, más al sur, pero está incluida en
el recuadro superior. El mapa está orientado, como era habitual entonces entre
los holandeses, hacia el oeste, así que el norte está a la derecha (como indica
la flor de lis de la rosa de los vientos). En la parte inferior está la costa
occidental de la isla de Gilolo, la más grande de las Molucas
Lo que ellos llamaban “pájaros
de Dios” eran lo que el tiempo dio por llamar “Aves del paraíso”. La
captura y comercialización de estas aves (de sus plumas, en realidad) por los
nativos indonesios era algo muy antiguo porque hacía siglos que llegaban a
otras partes de Asia, hasta la India y más al oeste, hasta Persia. Como las
plumas de la América prehispánica, las de estas exóticas aves eran
atributo de poder y de prestigio social, como en Europa lo eran la corona, la
espada o el cetro.
Tocado de plumas de aves del paraíso de Papúa, Museo Victoria
Su denominación como “aves del paraíso” se debe al primer texto
que apareció sobre el viaje de Magallanes-Elcano, De Moluccis Insulis, una carta escrita por el flamenco Maximiliano Transilvano, secretario de Carlos
V, al arzobispo de Salzburgo y que fue impresa en
1523, antes que el relato de Pigafetta (1525). Transilvano también estuvo presente en aquella recepción y amplía el texto que Pigafetta había entregado en mano
al emperador. Dice que llegaron cinco ejemplares (y no dos, como afirma el
italiano) y que los soberanos moluqueños los consideraban portadores de un
poder mágico de protección.
“Sus reyes pocos años antes empezaron a creer que las almas eran
inmortales, guiados por el argumento de que nunca habían visto que una avecilla
muy hermosa acostumbrara a posarse sobre tierra o sobre cualquier otra cosa que
estuviera en tierra, a no ser que alguna vez cayera de lo alto del éter
desmayada a tierra. Y como los mahometanos que se acercaban a ellos para
comerciar aseguraran que esta avecilla era nacida en el paraíso y que el
paraíso era el lugar de las almas que habían muerto, estos reyezuelos adoptaron
la secta de Mahoma, porque esta prometía maravillas desde este lugar de las
almas. Denominaron manucodiata a la avecilla. Y la tratan tan sagrada y
religiosamente que los reyes con ella se sienten seguros en la guerra, aun
habiendo sido colocados, según su costumbre, en primera línea de combate.”
Hay un testimonio aún más
antiguo sobre estas aves, anterior al regreso de Elcano, pero fue ignorado hasta que el manuscrito se descubrió en París en 1944. Se
debe al boticario portugués Tomé Pires, el primer embajador europeo ante la
corte china, que viajó por la región y en 1515 terminó de escribir en Malaca su
“Suma Oriental que trata do Mar Roxo até aos Chins”. En su relato está
el germen de todo lo que se escribió y se hizo sobre el ave del paraíso.
“Tres islas hay junto a Banda. Los papagayos nore vienen de la isla de
Papúa. Los que se valoran más que ningún otro vienen de las islas llamadas Aru,
pájaros que llevan sobre la cabeza, llamados pájaros de Dios, y dicen que
vienen del cielo y que no saben cómo nacen; y los turcos y los persas los usan
para hacer penachos y son muy adecuados para ese propósito. Los bengalíes los
compran. Son una buena mercancía y sólo llegan unos pocos”.
La manucodiata nigra en la “Ornithologiae” de Ulisse Aldrovandi, 1599.
Aldrovandi la llamará "ave del paraíso". Tenía varias pieles en su
colección y diferenció cuatro especies diferentes de manucodiata: esta sería la Manucodiata cirrata, llamada así por el aspecto de su cola,
similar a mechones de pelo (“cirrus” es mechón, flequillo o crin)
En el tratado de óptica De Subtilitate rerum (1550), el
matemático y astrólogo italiano Gerolamo Cardano afirma que, puesto que estas
aves nunca son vistas con vida y no podían aterrizar sin patas, debían de
existir perpetuamente en el aire, en los confines más altos del cielo. Cardano
dice, además, que no teniendo nada sólido en sus cuerpos, se cree que viven del
aire y del rocío. También sugirió que los machos tenían una cavidad en la
espalda en la que las hembras ponían huevos y los incubaban, y acuñó el término
Manucodiata, derivado de la
lengua local malaya y que fue,
durante mucho tiempo, el nombre que los naturalistas dieron a esta ave. La forma
en que los nativos la comercializaban dio pie a creencias fantásticas y a todo
un debate sobre su anatomía. Como sólo interesaban sus plumas, era importante
no herir a los pájaros durante su captura. El naturalista Alfred Russel Wallace escribió El archipiélago malayo (1867) después de
sus viajes por la región y fue testigo del método de caza:
“…Los machos se reúnen temprano por la mañana para exhibirse de la
manera singular ya descrita… Este hábito permite a los nativos obtener
especímenes con relativa facilidad. Tan pronto como descubren que los pájaros
han huido a un árbol en el que reunirse, construyen un pequeño refugio de hojas
de palmera en un lugar conveniente entre las ramas, y el cazador se esconde
allí antes del amanecer, armado con su arco y una serie de flechas que terminan
en un pomo redondo. Un muchacho espera al pie del árbol, y cuando los pájaros llegan
al amanecer, y un número suficiente se ha reunido y ha comenzado a bailar, el
cazador dispara con su flecha roma con tanta fuerza que aturde al ave, que cae
y es capturada y asesinada por el muchacho sin que su plumaje resulte dañado
por una gota de sangre. El resto no se da cuenta y cae uno tras otro hasta que
algunos de ellos se alarman.
La forma indígena de conservarlos es cortarles las alas y las patas, y
luego despellejar el cuerpo hasta el pico, extrayendo el cráneo. Luego se pasa
un palo grueso por el espécimen que sale por la boca”.
Nativos de Aru cazando aves del paraíso, como se ilustra en la obra de
Wallace, El archipiélago malayo, 1867
Después, para preservar las
delicadas plumas durante su largo viaje por mar hacia occidente, se empleaba un
método antiguo: envolvían el ejemplar en una cápsula de mirra, a su vez
envuelta en hojas de banana quemadas.
Abraham Ortelius (1527–1598) dibuja un ave del paraíso en su mapa de Asia “Asiae orbis partium maximae nova descriptio”, Ambreres, 1567, entre Filipinas (llamada aquí MINDANAO), a la izquierda, y Nueva Guinea (llamada GVINEA NOVA ORIENTALIS). La leyenda dice: “In Insulis Moluccis reperitur avis ab incolis Manucodiatta (id es avicula Dei) dicta […]. pedes ei sunt nulli […]”: “En las islas Molucas la Manucodiata (conocida como ave de Dios) es capturada por sus pobladores... No tiene pies”
La ausencia de patas se convirtió
en un rasgo sorprendente que dio lugar a todo tipo de especulaciones
fantásticas. Un ave mítica ya había sido concebida en la Edad Media, el Alerión (nombre derivado de Adler, “águila” en alemán), que no sólo
era ápoda, sino que sólo ponía huevos cada sesenta años y era tan rara que sólo
vivía una pareja a la vez. En Inglaterra tenían el Martlet, que nunca se posaba y tampoco tenía patas, seguramente una
mitificación del vencejo (que, en inglés, antes de llamarse Swift, recibía ese nombre). Aleriones y Martlets tuvieron una intensa vida en heráldica.
Alerión en la capilla funeraria de los duques de Lorena, en Nancy. Esta
ave mítica era el símbolo del ducado de Lorena
No es descartable que la
manucodiata se cruzara también con el mito del Ave Fénix. Ese fuego abrasador que lo
rodeaba puede recordar a algunas especies de ave del paraíso, en concreto al
macho del ave del paraíso del Conde Raggi, Paradisaea
raggiana, que se comercializó desde antiguo en Europa y además
llegaba, como hemos dicho, envuelta en hojas de plátano quemadas.
Ave del paraíso Raggiana dibujada por William T. Cooper, Australian Museum
Así pues, el desconocimiento de
ejemplares vivos (hasta que Wallace los contempló en Malasia en 1852), unido al
hecho de que llegaban sin huesos ni patas ni alas, hacía pensar en seres
ingrávidos, libres de la servidumbre de tener que tocar la tierra. Eran, por tanto,
aves divinas, ligadas al Paraíso. Entre los testimonios que contribuyeron a la
difusión y consolidación de estas ficciones se encuentra el de Francisco López
de Gómara, cronista de las Indias, que tuvo la oportunidad de examinar las aves
que llegaron en la nao Victoria, y
refirió que estas aves “son de mucho
menor carne que cuerpo muestran”, y añade que “no tienen alas; y así, no vuelan sino con aire. Jamás tocan en tierra
sino muertas, y nunca se corrompen ni pudren. No saben dónde crían ni qué
comen; y algunos piensan que anidan en el paraíso (...). Piensan los nuestros
que se mantienen del rocío y flor de las especias. Como quiera que sea, ellas
no se corrompen”.
La citada carta de Transilvano ya
asentó la idea de que eran aves etéreas:
“…Sin que jamás las viese persona alguna asentar en tierra, ni en
árbol, ni en otra cosa que en la tierra sea, y así andan volando siempre por el
aire sin posar en parte alguna, hasta que cansadas, desfalleciendo, caen en
tierra muertas, y no las toman vivas”.
Conrad Gessner, la Manucodiata o Paradisi avis, 1555
Sobre la base de estos y otros
relatos, Conrad Gessner (Historia
animalium, 1555) desarrolló algunas ideas maravillosas sobre la vida de estas aves, a las que llamó Lufftvogels
(“pájaros del aire”). Especuló con que los pájaros podrían usar sus largas colas
para colgarse de las ramas de los árboles cuando estuvieran cansados; también
podrían ser vitales para la vida amorosa de las aves (lo que es muy cierto,
aunque no entrelazando sus cirros durante el apareamiento, como él creía);
explicó cómo la hembra se sentaba encima del macho para incubar sus huevos
entre las nubes; y sostuvo que el cansancio del vuelo interminable podría en
realidad ser aliviado por el movimiento constante de los pájaros, como el
movimiento perpetuo del péndulo de un reloj. Sin embargo, argumentó que no era
posible que vivieran sólo de aire puro o de éter. El trabajo de Gessner fue el
material de partida para muchas publicaciones posteriores, especialmente la Ornithologiae (1599) del boticario
boloñés Ulisse Aldrovandi. Éste tenía
varias pieles en su colección y diferenciaba cuatro especies diferentes de manucodiata,
cada una representada bebiendo rocío y flotando entre las nubes. Aldrovandi argumentó que las aves no podrían vivir únicamente de
rocío y conjeturó que sus picos robustos eran muy parecidos a los de los
pájaros carpinteros y “muy aptos para
atacar insectos”. También sugirió que los cirros podrían contribuir a un
vuelo más rápido en lugar de utilizarse para el apareamiento.
Ave del paraíso bebiendo rocío, de la Ornithologiae de Ulisse Aldrovandi (1599)
El cirujano francés Ambroise Paré,
en Des monstres et prodiges (1585),
escribe: “En las islas Molucas se
encuentra, en tierra o en la mar, un pájaro muerto llamado Manucodiata, que
significa en lengua índica 'ave de Dios', y al que no puede verse con vida. (...)
No tiene patas, y si le asalta el cansancio, o bien desea dormir, se cuelga de
las plumas, enroscándolas a la rama de algún árbol. Vuela a portentosa
velocidad y sólo se alimenta de aire y de rocío. El macho tiene una cavidad en
la espalda, donde la hembra incuba sus polluelos”.
Grabado alemán del texto de Ambroise Paré mostrando la forma de dormir
de la manucodiata, suspendida del tronco de un árbol
El naturalista flamenco Carolus Clusius (Charles de L'Escluse) fue el primero en intentar aguar la fiesta de la ensoñación. Como a Holanda llegaban ejemplares traídos por los comerciantes desde Indonesia, su análisis le permitió deducir que aquellas pieles emplumadas eran cuerpos de aves vaciados, ahumados y preparados hábilmente por los habitantes de las islas Aru, al oeste de Nueva Guinea, para que no se detectaran las manipulaciones; los comerciantes de las Molucas se encargaban después de distribuirlas a los visitantes extranjeros. Clusius dedujo que se trataba de aves totalmente normales con su carne, sus huesos y sus patas. Pero las narraciones fantásticas sobre el pájaro divino estaban demasiado arraigadas y pronto se olvidaron las observaciones del naturalista de Leiden.
Dos páginas de Carolus Clusius con sus explicaciones sobre el ave del
paraíso, en “Exoticorum libri decem: quibus animalium, plantarum, aromatum,
aliorumque peregrin. fructuum historiae describuntur”, 1605
Los viajeros que llegaban de las
Molucas insistían tanto en los tópicos porque sólo veían lo que los relatos les
enseñaban a ver y así era difícil que el racionalismo de Clusius tuviera algún
efecto. De todas las observaciones, las de los holandeses, por su conocimiento
de la región y su prestigio, fueron las que más remacharon el mito del ave
etérea.
“En estas islas es donde sólo se
encuentra el pájaro que los portugueses llaman ‘passaros del Sol’, es decir,
ave del Sol; los italianos ‘Manu codiatas’ y los latinistas ‘Paradiseas’ y
nosotros, aves del Paraíso por la belleza de sus plumas que superan a los demás
pájaros: estas aves nunca se ven vivas, sino que se las encuentra muertas en la
isla. Vuelan, y se dice que siempre hacia el Sol y se mantienen continuamente
en el aire, sin posarse en tierra, y por eso no tienen ni pies ni alas, sino
sólo cabeza y cuerpo, y la mayor parte es cola y son llevadas a la India e
incluso más allá, pero no muchas porque son costosas. Traje dos de ellas
conmigo para el doctor Paludanus*, que eran macho y hembra, y se las ofrecí
para su gabinete.” (Jan Huygen van Linschoten, Itinerario por las Indias portuguesas orientales…, 1595).
(*Bernardus Paludanus, 1550-1633,
famoso por tener el gabinete de curiosidades más importante de los Países
Bajos, que terminaría en el Museo Real de Copenhague en 1750).
Jean Baptiste Tavernier (Los seis viajes de Jean Baptiste Tavernier,
barón escudero de Aubonne, que realizó en Turquía, Persia y la India, durante
cuarenta años…, 1676) llega a elucubrar que estas aves, emborrachándose con
nuez moscada, caen indefensas al suelo, y entonces las hormigas se comen sus
patas.
A medida que se publicaban
tratados de ornitología, el término “manucodiata” fue desapareciendo y se fue
imponiendo “ave del paraíso”, pero, aunque ya estaban casi desterradas sus
fantasías, Linneo y Buffon, ya en el siglo XVIII, siguieron considerándolas como
especies ápodas, Paradisea apoda. El misterio de esta ave no se
despejará del todo hasta las misiones científicas del siglo XIX.
Un ave del paraíso en una edición alemana de 1788 de la “Histoire naturelle des oiseaux”, de Buffon
Los mitos extendidos a partir de la carta de Transilvano y el carácter maravilloso de Oriente, con sus aves que parecían joyas y sus riquezas inagotables, hicieron que la manucodiata fuera vista como una criatura angelical y etérea. Un ave tan maravillosa no merecía menos que otras muchas que hemos visto y fue muy recurrente en muchos libros de emblemas, como Symbolarum et emblematum (1596) de Joachim Camerarius. A veces fueron símbolo de la naturaleza voluble y coqueta de mujeres vanidosas y engalanadas, pero, sobre todo, triunfó su imagen como un ser despojado de intereses terrenales.
Emblema con un ave del paraíso de Symbolarum et emblematum de Joachim Camerarius (1596). “Terræ commercia nescit” se traduce como “Ignora los asuntos terrenales”. Debajo, dice: “Bienaventurados aquellos cuyas mentes etéreas se elevan y miran desde arriba a todos estos infiernos”
El emblema de Hernando de Soto
Optima cogitatio (“Los más elevados pensamientos”) es otra aplicación de la
misma idea.
El emblema “Optima cogitatio”, en “Empresas morales” (1581) de Hernando de Soto
El lema “Soli se credit coelo” (“Tan sólo confía en el cielo”), creado por
el jesuita Pierre le Moyne, es una variante de este tema, tomado del Cantar de los Cantares, 8 (“¿Quién es esta que sube del desierto,
/Recostada sobre su amado?”) y que se apoya en el mito de que esta ave
incuba los huevos sobre la espalda de su compañero.
Pierre le Moyne, De l’art des divises, 1666
El teólogo alemán Antonius
Ginther, siguiendo el texto latino de El
Cantar de los Cantares, crea el emblema “Innixa ascendit” (“asciende recostada”), como una analogía de la Asunción
de la Virgen, con la pareja de aves del paraíso en ascenso.
Antonius Ginther (1655-1724), “Emblemas cristológicos y marianos, Mater amoris et doloris”, 1711
La supuesta imposibilidad de anidar y la necesidad de la manucodiata de poner los huevos sobre el dorso del macho dio pie a uno de los Emblemas Eucarísticos de Agustin Chesneau, con el lema Nidus mihi corpus amantis (“El nido es el cuerpo de mi amante”) en el que el macho es Cristo, el altar sobre el que la hembra, la “amante, deseosa, alma suspirante”, nidifica sobre las cicatrices de su amado, pone los huevos de sus buenas obras, que empolla hasta el nacimiento de los pollos, que son sus méritos. Pero, además, el contacto íntimo de la hembra con las cicatrices de su compañero permite que ella se nutra de su sangre vivificante, una evidente alegoría del sacramento de la Eucaristía.
Emblena de Agustin Chesneau, Nidus mihi corpus amantis, en Emblemas Eucarísticos, 1667
Unos versos de Luis de Sandoval Zapata (1618-1675), poeta de Nueva España, (“pase a constelación tu parasismo
[paroxismo], / quédate estrella…”) recuerdan, sin duda, a una de las
constelaciones del Hemisferio sur que, en 1598, el flamenco Petrus Plancius nombró
siguiendo las descripciones de los libros de historia natural de la época, tan
plenos de descubrimientos. Estas nuevas constelaciones se incorporaron a la Uranometría (1603), de Johann Bayer, donde
podemos ver, entre otros, a la Jirafa, el Camaleón o el Pavo Real y, por
supuesto, a la Manucodiata, que él llama Apus
Indica.
Apus indica, el ave del paraíso como una nueva constelación austral por el astrónomo holandés Petrus Planchius, y aquí mostrada en una edición de 1661 de la Uranometria de Bayer (a la derecha del grupo de criaturas celestes)
Inspirado en Le Moyne, André
Félibien representó a la manucodiata en las Tapisseries
du Roy (1690), donde se representan los cuatro elementos y las cuatro
estaciones con los lemas que los acompañan. Hay un recuerdo de la frase “Semper sublimis”, de las Geórgicas (aunque en Virgilio se refería a la
elevación de los míticos montes Ripeos).
André Félibien, detalle de los “Tapices del Rey”, 1690
Esta era una muestra de que la
naturaleza ascendente del ave hacía inevitable que se asociara con uno de los
cuatro elementos. Jacques Linard, en su obra Los cinco sentidos y los cuatro elementos, de 1627,
representa al ave del paraíso encarnando el aire, saliendo por la ventana,
imposible de retener.
Jacques Linard, Los cinco sentidos y los cuatro elementos, 1627, Louvre
Como ave rara y sugerente será
una referencia frecuente en el arte. La encontramos en muchas obras,
especialmente en representaciones del Paraíso o asociada a alegorías
espirituales. La primera representación en color, que sepamos, está en un
manuscrito, las Horas Farnese,
ilustrado por el croata Julije Klovicin.
Horas Farnese, 1546, M.69, fol. 6v, Biblioteca y Museo Morgan, Nueva York
En Paisaje con pájaros (1628), de Roelandt Savery, las aves del paraíso parecen cometas en el cielo, muy por encima de cualquier otra.
Roelandt Savery, Paisaje con pájaros, 1628, Kunsthistorisches Museum, Viena.
Las aves del paraíso están señaladas en la parte superior
Jan Brueghel, el Viejo, El Jardín del Edén, c. 1610 – 1612, Colección Carmen Thyssen
Jan Brueghel el Viejo y Peter Paul Rubens, El Jardín del Edén con la Caída del Hombre, c. 1615, Maurithuis, La Haya. El ave del paraíso se representa aquí con patas y posada en el suelo, junto a Adán, señal de la inminente caída
Las exploraciones europeas, especialmente las protagonizadas por los holandeses, convirtieron a las plumas de estas aves en un bien codiciado, a la altura del marfil o los tejidos de la India. Al principio llegaban en barcos españoles y portugueses que regresaban de las “islas de las especias”, en las Indias Orientales. La mayoría eran ejemplares de la más grande de todas las especies, Paradisea apoda, que pronto entraron en los gabinetes de curiosidades.
Jan Brueghel el Viejo, Los archiduques Alberto e Isabel visitando un
gabinete de coleccionista, 1621-1623, Museo Walters, Baltimore. Puede verse una
piel de manucodiata sobre la mesa de la derecha, al pie del globo terráqueo.
Este modelo de composición con la misma ave fue muy imitado por otros artistas
(Hieronymus Francken o Adriaen van Stalbemt)
Atribuido a Jan Davidsz de Heem (1606–1683/1684), Bodegón de caracoles marinos y conchas y ave del paraíso, Kunsthistorisches Museum, Viena. En primer plano hay dos aves del paraíso, una más grande sobre la otra
Frans Snyders, Concierto de aves, 1629 – 1630, Prado. El ave del paraíso, de espaldas y con patas, a la izquierda, mirando a la abubilla que vuela
Sabido es que a Rembrandt le
gustaba rodearse de objetos estrafalarios, muchos de los cuales incluía en sus
obras o no dudaba en ponérselos en sus autorretratos, en los que con frecuencia
aparece disfrazado con un cierto aire jactancioso. En realidad, esas poses
servían de modelo a sus ayudantes para dibujar cabezas o elaborar composiciones,
especialmente “tronien”. Un tronie, en los Países Bajos, era un
retrato de un modelo anónimo: puesto que el personaje no tenía nombre y no
había encargo previo, en realidad más que un retrato era un estudio de cabeza o
de expresión usando como base un rostro real. Solían ser bustos (cortos o
largos) y era frecuente que dispusieran de algún complemento extravagante o
poco usual (todo el mundo conoce La joven de la perla, de Vermeer, que es un ejemplo clásico). Rembrandt, que era manirroto, debió de tener en su
poder alguna piel de ave del paraíso de la que hizo un estudio, quizás con
vistas a incluirla en alguna obra.
Rembrandt, Dos estudios para un ave del paraíso, c. 1637, Louvre
Rembrandt, estudio de un hombre con un ave del paraíso, c.1642, Louvre
Esto nos introduce en los Turckse
tronies (“cabezas a la turca”), muy frecuentes en la edad de oro de los
Países Bajos, donde el atuendo orientalizante era habitual y no era raro
encontrar un ave del paraíso como tocado, al modo persa o turco. También lo encontramos en escenas con
personajes asociados a ambientes otomanos. ¿Cómo no iba a estar en el turbante
del Baltasar en La Adoración de los Magos, de Rubens, venido de no sabemos qué misteriosos lugares de Oriente?
Peter Paul Rubens, Adoración de los Magos, 1609, Prado
Frans Francken II, Alegoría de la abdicación de Carlos V en Bruselas, 1630-1640, Rijksmuseum. Unos de los enviados de oriente que le rinden pleitesía lleva un ave del paraíso en el turbante
El vestido oriental era una moda
en los Países Bajos en esa época, alimentado por la fascinación que provocó la
apariencia de los miembros de la embajada persa, en particular Musa Beg, que
visitó La Haya en 1626 en nombre del Shah Abbas para firmar un pacto comercial
con los holandeses.
Jan Lievens, Tronie de hombre con atuendo oriental y tocado con una manucodiata (también conocido como el Sultán Solimán), c. 1625, Palacio Sanssouci, Postdam. Lievens pinta aquí a un hombre a la manera del sultán otomano, quizás inspirado en la figura de Baltasar en la Adoración de los Magos de Rubens
Jan Lievens trabajó un tiempo con
Rembrandt, aunque su estilo es más nacarado y suave. A principios de la década
de 1630, ambos pintaron retratos de los hijos de Federico del Palatinado e
Isabel Estuardo, entonces exiliados en La Haya tras perder el trono. Rembrandt,
con la participación de su taller, pintó un retrato de Roberto y su tutor,
posiblemente bajo la apariencia de las figuras bíblicas Samuel y Elí. En esta obra,
Roberto viste un traje oriental similar al de la pintura de Lievens, que debió
de ser un complemento del retrato de Rembrandt.
Rembrandt en colaboración con su estudio, El príncipe Roberto del
Palatinado con su tutor retratados como Samuel y Elí, c. 1631, Museo J. Paul Getty, Los
Ángeles
Jan Lievens, retrato de muchacho con capa y turbante (retrato de Roberto del Palatinado), c. 1631, Leiden Collection, Nueva York. Isabel de Estuardo, la madre de Roberto, debió de pedir este atuendo cuando encargó el retrato
Karel van Mander III, Moro con turbante y armadura, c.1640, Statens
Museum for Kunst, Copenhaghe. Lleva también un ave del paraíso en el turbante
Jan Adriaensz van Staveren, Hombre con turbante, c. 1644-1649, Colección privada
La relación del ave con Oriente se reforzó, como no podía ser menos, gracias a Venecia, el hilo conductor entre el
Mediterráneo y Asia. Un grupo de comerciantes alemanes, deseosos de
estar en buenas relaciones con el Imperio Otomano, encargó a orfebres
venecianos un casco para Solimán el Magnífico, inspirado en la tiara papal y
cubierto de piedras preciosas. El diseño no es casual porque seguramente
trataba de poner la soberanía universal del sultán al nivel de la del papa.
Antes de partir para Constantinopla, el casco se expuso en Venecia en 1532,
cuando debió de copiarse el dibujo que hoy conocemos. El remate, por supuesto,
consistía en los más exótico que entonces se podía encontrar, a la altura de
las perlas y diamantes que lo adornaban: un ave del paraíso.
Anónimo, Grabado de Solimán con el tocado veneciano, c. 1540-50, MET
Ya hemos visto que estas aves enseguida
entraron en la corte de Carlos V y del cardenal de Salzburgo, pero tenemos
referencias de su inclusión en las colecciones del humanista alemán Conrad
Peutinger, del estudioso italiano Julio César Scaligero, del boticario veronés Francesco
Calzolari (un ejemplar de Chamaeleon
aureus) o del médico y botánico alemán Melchior Weiland. Las pieles
alcanzaron precios desorbitados: por ejemplo, un folleto de Núremberg de 1550
anunciaba “una piel de aves conocidas por los griegos como apodes” por 800 táleros, equivalente a un año de salario de un
profesor universitario o de un músico de prestigio.
“Chamaeleon Aereus”, ilustración del “Musaeum Calceolarianum Veronense” de Francesco Calzolari, 1622
Ilustración de varias pieles de aves del paraíso en “Historiae Naturalis De Avibus Libri VI” de Jan Jonston, 1650
El interés científico, el
provecho comercial y el atractivo estético formaron un trío que hizo de estas
aves (de sus plumas, más bien) uno de los mayores objetos de codicia
ultramarina. Como los holandeses se hicieron con la mayor porción del comercio
con la Indias Orientales, sus singulares mercancías dieron pronto la vuelta a
todo el mundo conocido. Las plumas del ave del paraíso fueron primer regalo
diplomático conocido que fue presentado por los Estados Generales de los Países
Bajos, en concreto al sultán otomano Ahmet I, en 1612, en gratitud por haberles
sido concedido el acceso a los puertos otomanos y, por tanto, al comercio en el
Levante y el Mediterráneo. Parece que presentaron al sultán tres ejemplares
valorados en dos mil florines cada uno (el sueldo de más de cuatro años de un
buen maestro carpintero).
Saviero Manetti, “Pretesa Manucodiata nera e Manucodiata senza piedi come
si vede in qualche Museo”, en la"Storia naturale degli uccelli trattata
con metodo e adornata di figure intagliate in rame e miniate al naturale",
Florencia, 1766
La fiebre por estas aves y por el
valor que representaban puede atestiguarse en muchas obras de arte de la época.
Atribuido a Marcus
Gheeraerts el Joven o Isaac Oliver, el conocido como Retrato arco iris de la
reina Isabel I, c. 1600-1602, colección de la marquesa de Salisbury, Hatfield
House. Este retrato, un ejemplo del culto a la personalidad que en vida se
rindió a la “Reina Virgen”, muestra un tocado con ave del paraíso parcialmente
envuelto en joyas
Robert Peake el viejo, Carlos I, c. 1610. Galería Nacional de Escocia. El sombrero sobre la mesa se remata con un ave del paraíso

Jan Brueghel el viejo, Alegoría del aire, 1611, Museo de Lyon. Los detalles muestran tres ejemplares de ave del paraíso, dos en vuelo y otra en la mano de Diana
Incluso con tantas pieles
completas, no se comprendía la función de las plumas de cortejo de los machos y
la naturaleza de sus exhibiciones porque, hasta
Wallace (en 1852) ningún europeo las contempló vivas. A principios del siglo
XIX, François Levaillant era parte de aquella nueva generación de científicos
que comenzaron a viajar por el mundo. Recogió muchos especímenes en sus viajes
(aunque nunca estuvo en Nueva Guinea), pero no solía dibujarlos en su entorno
natural, sino que recolectaba las pieles para disecarlas y montarlas a su
regreso. Después encargaba a artistas con más talento que ilustraran esos ejemplares.
Así, encargó a Jacques Barraband que hiciera las ilustraciones para su famosa Histoire Naturelle des Oiseaux de Paradis
(1801-1805), una obra maestra de textura y coloración.
François Levaillant, Histoire Naturelle des Oiseaux de Paradis, 1805, dibujada por Barraband
Ejemplar preparado, para su uso en sombrerería, de un macho de ave del paraíso menor (Paradisaea minor). Colección de ropa y textiles de la Universidad de Alberta. Foto: Merle Patchett
La presencia del ave del paraíso
en todas las obras de arte que hemos visto fue sólo el comienzo de un comercio
intensivo, una parte del que hizo de las plumas un objeto de lujo hasta bien entrado el siglo XX.
Sólo en las dos primeras décadas de ese siglo se exportaron anualmente
entre 30.000 y 80.000 pieles de aves del paraíso a los mercados de Londres,
París y Nueva York, con destino a los sombreros femeninos. El zoólogo
William Temple Hornaday, en su libro Nuestra vida salvaje en desaparición (1913)
anotó el efecto devastador que estaba teniendo la demanda de plumas de aves del
paraíso sobre las poblaciones vivas:
“Los amantes de las aves deben ahora despedirse para siempre de todas
las aves del paraíso. Nada más que el cierre legal de los mercados mundiales a
sus plumas y pieles puede salvar a alguna de ellas. Nunca fueron numerosas; ni
ninguna especie se extiende sobre una amplia zona. Son estrictamente insulares,
y las islas donde viven algunas de ellas son muy pequeñas. Tomemos como ejemplo
la gran ave del paraíso (Paradisea apoda). El 2 de octubre de 1912, en
Indianápolis, Indiana, una ciudad cercana al centro de los Estados Unidos, en
tres vitrinas a 100 pies de la sede del Cuarto Congreso Nacional de
Conservación, conté 11 cabezas disecadas y 11 juegos completos de plumas de
esta ave, expuestos para la venta. ¡Los precios oscilaban entre 30 y 47,50
dólares cada uno! “
Página del catálogo de tocados de plumas de Eaton, 1913-14. Una simple
“aigrette” (una cola) de ave del paraíso (abajo, en el centro), con un precio
de 12 dólares, es el tocado más caro del catálogo, una gran suma para la
época
A la izquierda, sombrero eduardiano (el reinado de Eduardo VII se
extiende de 1901 a 1910) con un ave del paraíso. A la derecha, sombrero de
principios del siglo XX con ave del paraíso, Museo de Historia natural de
Pacific Grove, California
En 1904, Eduardo VII otorgó
entidad jurídica (Carta real) a la Sociedad para la Protección de las
Aves y, dos años después, su esposa, la reina Alejandra, anunció que ya no
usaría “plumas de águila pescadora”, el término genérico que se usaba
para el plumaje de aves raras y exóticas, incluidas las aves del paraíso. En
1908, en las zonas de Nueva Guinea que administraban, los británicos declararon
prohibida la caza y los holandeses los imitaron en 1931; Estados Unidos
prohibiría la importación 1913. Hoy en día, ningún ave del paraíso sale
legalmente de la isla excepto para uso científico y sólo se permite la caza
puntualmente, para las necesidades rituales de la población local.
Pese a las diferencias culturales
entre Occidente y Nueva Guinea y las Molucas, la experiencia compartida de la
admiración por el plumaje extraordinario de estas aves demuestra una conexión,
la evidencia de una constante antropológica.
Danzante de Papúa con tocado de
ave del paraíso
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